Unai Basurko en la Vendee Globe -Portada

Mac Gyver era marino

La gesta de Yves Parlier en la Vendée Globe de 2000/2001 demuestra la autosuficiencia de los solitarios. Rehizo su mástil de carbono y volvió a puerto alimentándose de algas y peces voladores

por JULIÁN MÉNDEZ

Parlier rema sobre una balsa hecha con garrafas (THIERY MARTÍNEZ).

Entre los marinos solitarios hay una máxima no escrita, una especie de código de honor. El solitario debe ser capaz de solucionar cualquier problema por sí mismo, sin pedir ayuda a nadie. En la edición 2000/2001 el francés Yves Parlier elevó ese supuesto a la categoría de sagrado sacramento.

El 18 de diciembre, cuando encabezaba la flota de 24 veleros y tenía por detrás a Michel Desjoyeaux (que ganaría), a Ellen Mac Arthur y a Javier Sansó (tras Ugarte, el segundo español que participaba en la prueba), su barco rompió el mástil, una gigantesca pieza giratoria de 25 metros de altura confeccionada en carbono. El accidente le ocurrió en mitad de la nada, en el Pacífico Sur, el lugar más alejado de tierra de todo el planeta, un sitio donde hasta el tipo más templado perdería la calma. Parlier, no. «Estoy bien. No necesito ayuda», dijo el patrón por radio a Philippe Jeantot, el organizador de la Vendée Globe.

Ingeniero en materiales compuestos, Parlier logró repescar un par de fragmentos del palo de carbono, los subió a bordo y se puso a rumiar una solución. Entre los navegantes, a Parlier le conocen como 'Mac Gyver', ya saben, como el tipo aquel de la televisión que montaba un ala delta con un calzoncillo y un trozo de alambre. Parlier iba a hacer honor al apodo.

Entre los regalos que Isabelle, su esposa, había guardado en el 60 pies de Parlier para que los abriera por Navidad, viajaba una enciclopedia del mundo en CD rom. Allí encontró Parlier parte de la solución al enigma de cómo continuar en regata. Se dirigiría a las islas Stewart, en el sur de Nueva Zelanda, y fondearía allí, en una ensenada tranquila con buenos fondos. Las reglas de la Vendée no permiten recibir ayuda externa ni tocar tierra. Pero algo se le ocurriría.

Armó un aparejo de fortuna, izó la vela mayor con cuatro rizos (todo el trapo que podía armar en lo que le quedaba de mástil) y un tormentín a proa y puso rumbo hacia las Stewart. Maltrecho y sin palo, el velero aún andaba a siete nudos.

El 8 de enero llegó a la bahía de North Arm y viró el ancla. Ese sería su astillero, la zona de fango y arena que quedaba expuesta entre las mareas. ¡Ahí sí podía fondear sin ser descalificado!

Lo que sigue es una tarea que debería explicarse en las escuelas. Parlier se hizo un pequeño chinchorro con dos cajas de plástico a los que ató media docena de esos depósitos rojos para llevar gasoil, se vistió con su traje de neopreno, fondeó otro ancla, largó algunas amarras a tierra, recogió agua potable en un arroyo e inició los trabajos. Serró y pulió con cuidado de orfebre los fragmentos, dibujó y creó una abrazadera de carbono para unir los dos trozos del palo y preparó la resina de fibra que daría rigidez a la unión. Encerró los fragmentos en una caja de plástico, les aplicó el calor de cinco bombillas y de su cámping gas y logró cocer un nuevo palo de 18 metros de alto que colocó en el casco ayudándose de la botavara, a guisa de palanca, y de sus brazos, un trabajo para el que se usa una grúa hidráulica. Hizo varias pruebas. ¡El invento funcionaba! El barco navegaba bien y rápido.

Pudo volver a la regata un mes después del accidente. Eso sí, sin camping gas para hervir agua con que calentar su comida liofilizada. Pero todavía seguía en regata. Sin embargo, a medida que pasaban los días, a Parlier le quedaban cada vez menos alimentos en la gambusa. Las limitaciones de peso en estos barcos de competición son tan extremas que había embarcado comida para unos 115 días, el tiempo máximo en que esperaba completar la vuelta al mundo. Christophe Auguin, el ganador de la edición anterior, había empleado 105 días en la tarea.

«Me alimento como un bebé», bromearía Parlier sobre su gazuza. Redujo su dieta a unas 800 calorías diarias cuando mover un Open 60 es una tarea de forzudos que deja extenuado a cualquiera.

Pidió permiso a la organización para abrir la balsa y comerse sus raciones de supervivencia. También sacó una línea de nylon y algunos anzuelos. Largó un curricán por la popa, con la esperanza de enganchar algún pescado, pero los peces raramente muerden un cebo que se mueve a más de 10 nudos.

Al doblar el cabo de Hornos, la situación era dramática. Pero quería terminar. En su primera participación (1996) tuvo que abandonar tras chocar contra un 'growler' (pequeño iceberg).

Parlier había acabado hasta con su chocolate (es tan hábil como goloso) y empezaba a sentir los mordiscos del hambre. Paladeó las últimas tabletas de sus raciones de supervivencia y volvió a poner en marcha su ingenio. Con una bolsa de velas preparó a proa un ingenio para atrapar el 'krill' (ya saben, gambitas, algas, pequeños calamares...) que embarcaba con los rociones. Y, cada mañana, paseaba ansioso por el barco para recoger los peces voladores que saltaban sobre la cubierta. Se los comía crudos. También empezó a recolectar algas del mar y a colgarlas de obenques y guardamancebos para comerlas una vez secas. Su barco parecía el de 'Piratas del Caribe'...

Mientras, y enterados de sus penurias, sus seguidores empezaron a hacerle llegar recetas para cocinar las algas. Cocina oriental, recetas tailandesas, sabrosas preparaciones japonesas para cocinar con agua de mar los frutos de su cosecha. «Sigo un régimen drástico. Pescado y algas. Algas y pescado», reía el marino.

Hambriento como un lobo, solitario y renqueante a consecuencia de un accidente de parapente al que sobrevivió de milagro y en el que se fracturó una pierna, la estima de Parlier crecía, día a día, a los ojos del mundo. Había marinos que le hacían llegar la posición de un banco de dorados en el Atlántico para que redujese su andar y pescase. «¡He conseguido un hermoso ejemplar de cuatro kilos! He hecho filetes y los he puesto a secar de los obenques... Ahora me voy a hacer un calzón con piel de dorado y una peluca de algas", señaló, inagotable, en una conexión por radio.

Este marino fuera de serie (que ahora compite en trimaranes gigantes) llegó a Les Sables d'Olonne a bordo de su barco azul, como un nuevo Ulises, demacrado y hambriento, pero con la convicción de los héroes que han derrotado al destino. Poco importó que tardara un mes más que el ganador Desjoyeaux. Entre los habitantes de ese mundo paralelo que pasea por espigones y pantalanes para mirar el espejo del mar, el nombre de Yves Parlier permanecerá cosido en la memoria de los hombres irrepetibles.