El asunto viene de lejos. A mediados del siglo pasado la familia Sainz elaboraba en el horno de la panadería, en Vega de Pas, sobaos y quesadas que hacían perder la cabeza a los vecinos del pueblo y allende sus fronteras. Así que al poco comenzaron a cargar el producto en un baúl de madera y comenzaron a patearse los mercados cercanos hasta agotar la mercancía. Los artífices del invento aseguran que lo único que ha cambiado, desde entonces, es la sustitución de aquella ‘maleta’ por furgones de reparto y la mecanización fabril. Les creemos, pues la quesada es de un artesano que desmaya, con un gusto salvaje a leche, huevos y mantequilla. Su textura resulta elástica y jugosa. Es tan tentador que al primer mordisco dan ganas de ir a confesarse. Lo mejor, comerse un cachín con un buen helado, porque como se la terminen, tienen muchos boletos para sufrir un cólico catatónico.