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Turismo en la cocina

El exotismo gastronómico depende de la cultura y los deseos de conocer nuevos platos del comensal

Rafael García Santos

Un profesor de un colegio de Extremadura comentaba recientemente en la prensa las reacciones de sus alumnos durante un viaje a Suecia. Incluía una referencia a la comida, en la que ponía de manifiesto la reticencia de algunos jóvenes ante las comidas extrañas o, al menos, inusuales en su dieta habitual: patatas sin pelar, ensaladas sin aliño, salsas enigmáticas De sus palabras puede desprenderse una conclusión: el exotismo culinario no existe; exóticas son las personas. Así, hay que ser exótico para desconocer la existencia de las patatas asadas en entero y sin pelar, que se sirven desde tiempo inmemorial en Europa.

Es muy probable que a numerosos consumidores españoles esta manera de cocinar el tubérculo les dé cierto reparo, pero, a su vez, estas mismas personas poseen hábitos alimenticios que también resultan extremadamente singulares para los comensales de otros países. Por ejemplo, tragarse las habas con hollejo, cosa que no hacen ni franceses, ni suizos, ni nórdicos. O el chorizo, embutido tan natural en España que, sin embargo, un inglés considera exótico. ¿Hacen, asimismo, chorizos los holandeses?

Y existen otros ejemplos que convierten a este país en uno de los más curiosos, gastronómicamente hablando. ¿Qué clase de rareza le puede parecer a un francés el cocido, cuando los garbanzos han sido una legumbre despreciada en su historia culinaria? Si las hormigas colombianas o los saltamontes fritos y crujientes de los chinos nos parecen manjares incomprensibles, ¿qué opinión pueden tener ellos de nuestra afición a los percebes y antes a la carne de caballo? Mientras en otras zonas este animal no acabaría jamás en un plato, por cuestiones afectivas y productivas, aquí el equino se ha consumido como necesidad y, más tarde, como singularidad. ¿Y qué decir de los guisos de nuestros ancestros a base de corazón y sangrecilla?

Familiar o raro

Es esa misma subjetividad que nos hace dividir la comida entre productos familiares o rarezas, la que ha hecho también que se globalicen algunos alimentos al elevarse paulatinamente al rango de normalidad. Lo que hace un tiempo eran exotismos tropicales, como la papaya, el mango, o la piña, son ahora el pan nuestro de cada día, que incluso se produce en Canarias o Andalucía; tierra en la que, por cierto, la naranja ha acompañado al bacalao en salazón desde hace cientos de años.

Y si en los alimentos existe esa división cultural de gustos, en los aderezos la gama es todavía más amplia, pero igual de subjetiva. ¿Es más exótico aderezar un cordero con curry o hierbabuena que una merluza con perejil? Las ensaladas sin aliñar, o enriquecidas con lácteos, le llaman tan poderosamente la atención a un extremeño como las hortalizas ungidas con aceite de oliva a un nórdico. Cuestión de costumbres.

Por si fuera poco, la aparición de más y más salsas y su consiguiente universalización han contribuido de forma decisiva a aumentar el exotismo en los fogones. Estos acompañantes han sido casi siempre enigmáticos, en especial en los tiempos en que la comida era difícil de conservar y las salsas estaban destinadas a enmascarar olores y sabores. Para misteriosa, la supernatural salsa negra y, para mediterránea la emulsión de aceite y bacalao que inventaron los vascos con el nombre de pil pil.

Conclusión: exótico es lo desconocido, pero también todo comensal que extraña y rechaza lo que se aparta de su cultura y cotidianeidad. Y son esas conductas, estrechas, cerradas, las que precisamente perpetúan el exotismo.



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