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Crudas o calientes

Las características de cada seta determinan la forma en la que deben ser cocinadas

Rafael García Santos

Coger un libro de cocina y que resulte anticuado es lo más normal del mundo. La mayoría de las veces ocurre porque quien lo escribe es un aficionado, una guisandera, un galopín de cocina, un chusquero Sencillamente, porque la obra en cuestión adolece de conceptos y técnicas profesionales vigentes.

Pero no siempre lo caduco es consecuencia de una sensibilidad o de un desarrollo cultural limitado; ni mucho menos. En un mundo supersónico como el culinario actual, cualquier dogma está llamado a quedar desmentido por el tiempo. Ocurre en la vida: todo nace, crece y muere. Y en cocina no se conoce ningún ejemplo de inmortalidad.

Quien le iba a decir a Freddy Girarded, uno de los cocineros más geniales y perfeccionistas de finales del siglo XX, que sus recetas de setas se iban a quedar trasnochadas quince años después de su publicación en La Cocina Espontánea. Sostenía tan célebre chef que, en general, las setas había que hacerlas hasta que soltasen todo el agua y ésta acabara evaporándose al calor del fuego. En consecuencia, ese proceder determinaba sustanciales alteraciones de color, texturas y, sobre todo y lo que es más importante, de cualidades organolépticas.

La grandiosidad de la trufa es su aroma, el más valorado en la gastronomía mundial. ¿En qué porcentaje disminuye si se cocina? En el tema de la blanca, cualquier cocción define la pituitaria del chef. En lo que respecta a la negra, admite más posicionamientos, aunque nunca debe ir más lejos de la impregnación de calor. Si lo que se quiere verdaderamente es saborear la trufa, resulta imprescindible adquirir un buen caldo de trufa negra, que éste si satura de manjarosidad.

Perretxikos y hongos

Entre las muchas setas que nos brinda la estacionalidad hay dos que se valoran sobremanera en España. Una es el perretxiko o sisa (tricoloma georgi), al que se le pueden aplicar criterios muy similares a los expuestos respecto de la trufa. Su extraordinario poder aromático se desvanece con la hechura, y cuanto más prolongada sea la cocción, más inodora terminará resultando. Crudas huelen a campo, a bosque, a madera a naturaleza en suma. Laminadas y dispuestas en una ensalada es la fórmula que más exquisitamente expresa sus virtudes, su gusto asilvestrado.

Lo más atrevido que la seta admite, especialmente para aquéllos que no se atrevan con la pureza, es un calentón. Pero eso sí, no ha de ir más allá de tomar temperatura; nunca guisar. En función del tamaño y la cantidad, uno o dos minutos bastan para luego preservar en boca sus jugos y esencias.

La otra especie, el hongo o cep (boletus edulis), tiene una idiosincrasia netamente diferente. No posee tan exuberantes fragancias, pero sin embargo gana al perretxiko o sisa en textura, mostrándose infinitamente más carnosa. Se deja hincar el diente, hasta lo exige, deparando una sensación táctil más placentera. Y en lo que respecta al sabor, sí caben apreciaciones subjetivas en la comparación. Puede agradar más una que otra, pero nos da la impresión de que lleva las de ganar el boletus edulis.

Aunque el hongo o cep se puede comer perfectamente crudo, resulta ideal tras pasar por un ligero salteado, por una instantánea pasada de plancha, la precisa para calentar las láminas. Así conserva impecable su estructura, que no ha de alterarse lo más mínimo. El calor, sin duda, potencia el gusto sin perjudicar los aromas, que en este caso no son su punto fuerte. Y una ventaja añadida es que las setas poco o nada hechas cunden más, aunque la cantidad sea menor.



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