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Mil usos del ajo

La cocina española está repleta de platos donde este condimento se convierte en el protagonista

Rafael García Santos

Toda sentencia gastronómica siempre queda recurrida en el tiempo. Quién le iba a decir a nuestro admirado Julio Camba, perspicaz e irónico escritor gallego, allá por los años treinta, que su categórica reflexión, «la cocina española está llena de ajo y de prejuicios religiosos», sería rectificada parcialmente y que esa parte, precisamente, habría de ser la más espiritual. Alguien dijo que se cambia antes de religión que de costumbres gastronómicas.

La verdad es que España huele a ajo y a otras cosas, sobre todo a aceite. Y huele a aceite perfumado con ajo. Y suena a ajo: sopa de ajo, siendo secundario el segundo apellido que se le ponga porque, en lo esencial, todas son similares y tienen una misma estrella; alioli, sea cual sea la interpretación ­y viene esto a cuento porque aunque ya se sabe que en un sentido estricto es aceite montado con ajo, en la práctica, la mayoría de los all i oli son mayonesas de ajo, en que este deslumbra como el sol­.

Sigue sonando a ajo: ajo blanco, esa gran sopa fría malagueña a la que le van de maravilla las frutas: manzana, uvas, etc; ajoarriero, fondo de cocina hecho, según versiones, con aceite, ajo, cebolla, pimientos, tomate, pimentón, etc, que se mezcla con bacalao, pollo o lo que haga falta; all i pebre, aceite, ajo, pimentón y guindilla que alcanza su cumbre con la anguila, que se cuece aderezada con agua en la zona de la Albufera; ajillo, plasmación tabernaria hoy en desuso; ajada gallega, un refrito colorado por efecto del pimentón y estirado con un poco del agua de cocción que tan bien le va a los pescados.

Y cuando no suena, huele, en el mejor de los casos sutil y enriquecedoramente. Es el caso del bacalao al pil pil, en que copulan dos ingredientes nacidos el uno para el otro: aceite y ajo. Es el caso del gazpacho, en el que muestra un sabor atemperado. Y si piensa que lo mejor es que nada cambie cambiando, siga al dictado los siguientes procederes.

Aroma a ajo sin repetición y sin picazón. Pelar al momento un tercio de diente, picar muy fino, milimétricamente, echar al guiso en cuestión y apagar. Impregna de una fragancia suculentísima.

Cocidos. Pelados y separados los dientes de ajo se tienen quince minutos hirviendo en agua; sencilla y espléndida guarnición. También es ideal cocerlos en el potaje, por ejemplo, con lentejas o con garbanzos constituyen un contrapunto muy rico.

Posible indigestión

Confitados. Se puede emplear aceite, manteca o grasa de pato. Se trata de echar abundante grasa en una sartén, depositar los dientes separados unos de otros y sin pelar, se sitúa a fuego lento y se tienen hasta que rompa a hervir, momento en el que se agregan las patatas en dados que cocerán sin apenas borbotones junto con los ajos, siempre cubiertas por el aceite o la grasa de pato durante media hora. Sacar, escurrir y salar.

Se puede asar una cabeza de ajos al horno, entera y envuelta en papel de aluminio, durante 40 minutos a 130 grados. Sacar la crema apretándola y hacer con ella una pasta, que se puede emulsionar con perejil y aceite.

Para evitar la indigestión del refrito hay que hacerlo con poco aceite y poco ajo. Cortado en finas láminas, se depositan en una sartén con un mínimo de aceite y se dejan hacer a fuego muy lento, sin apenas hervir, hasta que se doren ligeramente, pues si ennegrecen, amargan. Se dan vuelta y se repite la operación por el otro lado, siempre a fuego muy pausado; se tienen hasta que se muestren rubios. A partir de ahí, la solución radica en emplear en su hechura un tercio del aceite e incorporar fuera del fuego las otras dos partes, que se mezclarán con el primero, calentándose sin hervir.

Conservación. Las ristras sobreviven a las cabezas y estas a los dientes. Lo mejor para mantener su frescor es que estén en cámara, al frío.



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