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Poco calor y mucha paciencia

Es mes de pimientos. Asarlos a baja temperatura requiere paciencia, pero ofrece un resultado infalible

Rafael García Santos

Ya lo decía mi tatarabuela: «chu, chu, chu, chu», poco a poco, pausadamente, sin apenas borbotones; «la cocina ha de ser lenta», no se cansaba de proclamar. Murió con la razón: la rapidez desheredó a sus descendientes. Pero lo que ella no podía imaginar es que cocinaba muy deprisa; al menos, demasiado para los tiempos actuales. Hoy, las nuevas generaciones de profesionales han reinventado algo que siempre existió, de distinta manera, pero con parecida intención: la conveniencia de filtrar calor sin que el interior de los alimentos se haga. Con la filosofía de un rosbif, actualizada, tecnificada, se preparan toda clase de productos a baja temperatura, desde guisos de carne envasados al vacío a pescados, sin olvidar las hortalizas.

Cojan recetarios clásicos y cotéjenlos con los consejos de los grandes cocineros modernos en alimentos como el bacalao. Nadie, absolutamente nadie con un mínimo de conocimientos, se plantea que pilpilee, borbotee, que hierva mínimamente la tajada; este proceder está considerado decimonónico y descalifica a su practicante.

La discusión se centra en la temperatura a la que debe someterse el lomo de bacalao y el tiempo que ha de permanecer al calor. Algunos han llegado a bajar el termómetro a los 40 grados, mientras otros sostienen que a 70º u 80º va bien. Unos lo cocinan durante siete u ocho minutos, aunque hay quien opina que ese tiempo es eterno. Todos ellos son criterios importantes, pero no infalibles, ya que en este tema, como en otros, lo trascendental es lo sustancial; es decir, reflexionar sobre lo que se pretende y saber lo que se persigue, fomentando la capacidad de análisis en la práctica concreta.

Jugosidad extrema
En esencia, el objetivo, en aras de la naturalidad gustativa plena, de la jugosidad extrema y de una irresistible presencia tornasolada, no es otro que filtrar calor al trozo de bacalao sin que este se haga. Así, el cocinero consigue conservar su idiosincrasia inmaculada a la vez que potenciar su sabor y ablandar sutilmente sus carnes, que también resbalan con mayor fluidez en boca. Y eso tiene una ventaja: es imposible, salvo que perdamos la cabeza por defecto o exceso, que se nos pase el punto.

Ahora es tiempo de pimientos frescos, incomparablemente mejores que los de conserva, a los que sólo procede echar mano como salvavidas gastronómico. Y a nada que nos queramos agasajar, será preciso adquirir unos cuantos del cristal, piquillo, pico, morrones, etc. Lo importante es que sean frescos. Después de lavarlos, por aquello de los insecticidas ­es mejor limpiarlos con un trapo húmedo y secarlos­, se depositan en una bandeja de horno. Se introducen en éste cuando ha alcanzado los 100 grados ­nunca por encima­ y se dejan hacer durante siete horas. No es preciso darles la vuelta.

Tampoco hay que preocuparse por el tiempo: los pimientos no se quemarán, incluso, si se retrasa usted sesenta minutos más. Es posible que salgan todavía más concentrados, ya que, al deshidratarse, queda la esencia. A continuación, se sacan y eliminan el rabo y la piel, que saldrá de una vez. Luego, hay que despepitarlos minuciosamente y sazonarlos con sal: los pimientos están listos para aliñar con una suave vinagreta. También pueden hacerse unos minutos más en la sartén con un poco de aceite; todo depende de que los queramos emplear como ensalada, con unos huevos con patatas fritas o como guarnición de una chuleta.

No hay sistema más seguro ni con mejor resultado para los pimientos rojos frescos. Así se mima el producto.



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