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Dejémonos de cuentos

En torno al suicidio de Loiseau se ha creado un maniqueo debate con mal olor

Rafael García Santos

¡Cuántas tergiversaciones y sandeces se han dicho y escrito con motivo del suicidio de Bernard Loiseau! Nadie con un mínimo de conocimiento sobre el mundillo culinario puede creerse que la tragedia tuvo como motivo el descenso de calificaciones en las guías gastronómicas. ¡Qué forma tan ruin de despotricar contra la crítica! Al cocinero de Saulieo se le habían caído sus anuncios de sopicaldos industriales en la televisión, hacían agua casi todos sus establecimientos, su cocina no pasaba de una notabilidad media... Su prestigio estaba en entredicho y, sobre todo, sus negocios en crisis. No pudo sobrevivir a la decadencia.

El suicidio del honorable Bernard Loiseau no va a servir para nada. Ojalá estuviera motivado porque la Gault Millau le quitó un punto en su guía. Paul Bocuse, auténtica momia viviente de la gastronomía, condecorado con tres estrellas en la infame Michelín ­la referencia de los sin referencia­, rebajado hasta perderse en medio del pelotón culinario en cualquier publicación o por cualquier firma ética, no se ha tomado ninguna ración de pastillitas para digerir su espesamiento. Ni Bocuse, que aprovecha la ocasión para injuriar a todos menos a la Michelín, ni ningún otro chef. Tampoco futbolistas, toreros, músicos o periodistas se han pegado un tiro por éste o aquel comentario. Ni se sabe de ninguna guía que ponga fin a su vida, ni siquiera profesional, por escuchar una opinión ajena adversa.

Lo más grave de este desagradable asunto es que los cocineros desfavorecidos en su consideración mezclen el tocino con los percebes y lo realcen con mala nata. Lo más bazofiero es que comentaristas desinformados guisen un caldo en pastilla con los restos y discrepancias humanas.

A estas alturas de la civilización, plantearse desde cualquier ángulo los derechos de opinión y calificación ajena constituye una evidente demostración del talante democrático de quién así procede. Conducta que casi siempre, por no decir sin excepciones, va unida a la merma del valor y la fama de quien niega la opinión periodística.

Quienes para justificar su mediocridad o declive recurren al público como único juez supremo tienen razón y mienten descaradamente. ¿Acaso la crítica no está sujeta a sus lectores? Eso no quiere decir que siempre actúe honesta y sabiamente. El cliente se puede tragar y dar vivas, como así sucede en el 95% de los casos, a chipirones congelados por frescos, aderezados, a su vez, para mayor mérito, con tinte negro. El cliente siempre tiene razón. Salvo cuando el restaurante esta vacío y tiene una estrella Michelín. Podríamos poner unos cuantos ejemplos de necrológicas en la gloria. En esos casos el público ya no es infalible. ¿Por qué? Pues porque siempre se argumenta según conviene.

Existe una cocina demagógica. Y es que los cocineros, en sus comportamientos, no son ni más verdad ni más mentira que el resto de los hombres. Todo es subjetivo, hasta el gusto por los sucedáneos, por lo sintético. ¿Qué respeto nos pueden merecer quienes ­chef o cronistas­ enmarranan la vida jugando con circunstancias trágicas y sensibilidades? Dejemos descansar en paz a Bernard Loiseau.



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