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Elogio del garbanzo

La alta cocina rescata del olvido a la popular legumbre e intenta preserva su sabor esencial

Rafael García Santos

Filosofía que sólo comparte una minoría lucida, esclarecida, contemporánea, minimalista... Que contrasta con el sentir inmensamente mayoritario, que recarga de adornos mesas, estanterías, vitrinas... Esa abundancia que transmite una ambientación cálida ­«no deberías colgar algún cuadro de las paredes», le dijo Camilo José Cela a Sergi Arola tras la primera visita a La Broche madrileña­ no es sino un concepto general aplicable a la decoración del hogar, al vestir, al sentir y al comer.

Llevado a los garbanzos, no nos parece en absoluto meritoria la fórmula construida por el indiscutible número uno de los cocineros andaluces, Dani García, quien ofrece en el Tragabuches, de Ronda, el cocido rondeño con pichón y foie gras, que no es otra cosa que un platazo con todo los elementos típicos de tan castizo condumio ­variantes arriba o abajo, insignificantes­ recargado de carnosidad y suntuosidad con la ave y el hígado graso. Seguro que le ahitaría a don Camilo.

Nos parece mucho más elegante, liviana y coetánea la ya legendaria creación que hace más de una década ideara Hilario Arbelaitz, quien, inspirándose en el cocido, concibió un potaje esencial sumamente distinguido del que se han vendido en Zuberoa miles y miles de raciones: la sopa puré de garbanzos con foie gras, berza y panes fritos. Probablemente la más lúcida construcción que con esta legumbre haya alumbrado la alta cocina moderna y, sin duda, la que mayor repercusión ha tenido.

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Precisamente como prolongación de tan exitosa línea surgió poco después el potaje de chipirones y bogavante con espinacas y patatas, que nadaba en un fondo liquido de garbanzos teñido con salsa negra. El plato depara un parecido gozo, pero debió resultar más rebuscado, menos concreto intelectual y palatalmente.

El garbanzo, salvo su transformación en crema, no ha tenido relevancia en la coquinaria de autor, como no la ha tenido la lenteja, ni tampoco las alubias, aunque a estas se las ha dado cierto protagonismo. La propuesta más impactante de la que tenemos constancia ha sido los garbanzos fritos con espinacas crocantes, vinagreta de café y yema de huevo trufada de José Antonio Campoviejo, osado chef de El Corral del Indianu, en Arriondas (Asturias).

Al potaje hogareño también es aplicable el concepto de menos es más. La vigilia ilustró con bacalao y espinacas a los garbanzos, fórmula que hoy exige de cocciones independientes para preservar sabores y jugosidades. Muchas tradiciones los hirvieron con verduras y los enriquecieron con mariscos, pescados y carnes, y hasta fueron legión quien izando el «más es más» incurrieron en la mezcolanza gustosa. Esta saturación sápida es, hoy como ayer, pasión general.

Si no es de estos últiumos, si cree en la naturalidad absoluta, en la dietética plena, en los formatos diminutos con expresiones aromáticas, en la baratura como valor añadido, ponga a remojo unos garbanzos de Fuentesaúco, o pedrosillanos, o pico del pardal, que habrán de estar más o menos tiempo ablandándose a tenor de que sean más o menos viejos.

Cúbralos con agua tres dedos por encima, rocíelos con un chorreton de aceite de oliva virgen extra, preferentemente de arbequina, incorpore unas cuantas hebras de azafrán, acerque la cazuela a fuego mínimo y déjelos cocer tapados sin apenas borbotones hasta que estén tiernos y el caldo líquido empezando a tomar cuerpo. En ese tiempo, quitaremos dos o tres veces la espuma que suba a la superficie. Sazónelos con sal y mantenga el hervor entre cinco y diez minutos. Déjelos reposar y caliéntelos antes de servirlos, ligeramente caldosos.

Es mucho, son manjarosos, pero si le parece poco, puede ponerle usted un último ingrediente. ¿Cuál?



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