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Comer con cabeza

Elegir un menú acorde con el lugar y la naturaleza del restaurante resulta fundamental para que el ágape salga a pedir de boca

Rafael García Santos

Todo aspirante a gourmet que quiera merecer esa consideración, ser considerado como tal, ha de reunir unas mínimas cualidades y una cierta disciplina en el comportamiento. La primera e imprescindible: afición. Una segunda: no tener un paladar insensible. Aun así, no es suficiente. Se requiere también intuición gustativa, sensibilidad para conectar con el buen gusto desconocido. Todavía más, y muy relacionado con la anterior: apertura mental, necesidad de experimentar nuevas sensaciones, de disfrutar aventuras inéditas.

Vamos con la quinta condición: estar en forma, entrenarse diariamente con el cuchillo y el tenedor, sumar muchas referencias para poder contrastar con ecuanimidad. Claro que hay que poseer además voracidad informativa y de conocimientos teóricos, técnicos... estudiar un mínimo. A su vez, ha de disponerse de un cuerpo a prueba de rayos, misiles y bombas. Y lo que aún hace más difícil el doctorado es que requiere inteligencia, capacidad de análisis para cada circunstancia concreta.

Por supuesto que exige estas y algunas otras virtudes, que, para mayor dificultad, se plantean acumulativamente. Si a uno le acompañan muchas luces e inmensas ganas de aprender, pero sufre del estómago y se reitera en el solomillo, terminará por ser un entendido en terneras.

18 platos en un almuerzo

Un paladar medianamente dotado lo tiene aproximadamente el 50% de la sociedad. Al 75%, más o menos, le gustar comer. ¿Estar al loro? Aquí el porcentaje se reduce sensiblemente. ¿Cultura? Está por hacer un estudio científico, por lo que nos remitimos a la percepción de cada cual sobre el tema. ¿Entrenamiento? A eso estamos dispuestos en masa. Pero lo más difícil de todo es la inteligencia.

El otro día, un señor nos dijo con suma diplomacia que no le había gustado la cocina del restaurante Hacienda Benazuza, en Sanlúcar la Mayor (Sevilla). Nos interesamos por lo que había comido, a lo que nos respondió los títulos de los dos platos y el postre. Es como ir de cristiano a un país islámico y proponerles solucionar las hambrunas a jamonazos. Una insensatez.

Nosotros estuvimos unos días después, además con dos grandes profesionales, y hemos apreciado una superación en las ejecuciones importantes, dentro de unos planteamientos geniales. ¿Qué pudo acontecer entonces? Uno, que no tuviesen los chefs su mejor día; aunque nos consta que el nivel es muy alto y continuado. Bien, pero cabe que sucediera. Dos, que al caballero en cuestión no le guste la cocina de Ferrán Adrià ­desde hace un mes, Hacienda Benazuza es el primer establecimiento de El Bulli-Hoteles­, y se atreva a confesar en Sevilla lo que no tiene valor de declarar en Roses (Girona). Posiblemente.
Y tres, es probable que no haya manera ninguna, ninguna manera de disfrutar de tres tomas cuando el guión conlleva, así esta concebido, un mínimo de dieciocho escenas para apreciar en su totalidad la película. Los restaurantes se equivocan cuando sus clientes yerran. Quién sirve y quién pide unas gambas blancas o rojas en Galicia, quién ofrece y papea unos chipirones estofados en su tinta en un restaurante de alta cocina de vanguardia... unos y otros dan la impresión de que no saben quiénes son ni dónde se encuentran. Claro, que ser comercial es otra manera de ser inteligente. ¿Ser o no ser?
No renuncie a sus apetencias, pero, cuando visite un Burger, reflexione sobre lo que es más adecuado: pedir una hamburguesa o una chuleta a la brasa.



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