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El timo de los novios
Los banquetes nupciales reservan
comidas de escaso nivel que engañan a los comensales
Rafael García Santos
Bogavante en lasaña con
verduras a la vinagreta balsámica; rodaballo sobre compota
de tomate fresco al perfume de albahaca; solomillo con salsa
de vino tinto; cebolletas y zanahorias glaseadas; y macedonia
de frutas exóticas con su coulis. Sobre el papel, un menú
importante del que íbamos a disfrutar en una reciente
ceremonia nupcial: manjarosos nombres, cocina con entidad, estudiada
disposición de platos, sabores convencionales rejuvenecidos
graciosamente Un ágape que prometía. Pero para
los ilusos y para ese mundo que valora la fiesta con definiciones
sacrosantas del tipo: «Nos pusimos ciegos» o «no
sabes cuánta comida sobró».
Porque cualquier boda, salvo en contados establecimientos muy
excepcionales, está sujeta al timo de los novios, uno
de los más extendidos en la picaresca internacional. Primero,
porque por el convite matrimonial cobran sustancialmente más
entre un 50 y un 100% que a la carta por un buen servicio
un día normal. Dos, porque la cantidad de comensales convierte
al restaurante en una factoría en la que todo se prefabrica
durante la semana y se monta a última hora; ello, con
suerte. Tres, porque mientras el cliente no se haya ganado el
respeto del vendedor de tartas nupciales, demostrando que sabe
lo que quiere, negociando el menú, los géneros,
las cocciones, los detalles y las nimiedades, será tratado
numéricamente. Y si esto sucede en los restaurantes, cuando
actúan los catering, lo más inteligente es fijarse
en la ceremonia.
El bogavante disfrutó de una acogida unánime. Vestido
de alta costura, aunque sin ninguna elegancia, no mereció
nada más que el reproche de uno de los diez comensales
de nuestra mesa, que lo tildó de canadiense, con lo que
conlleva de vulgaridad. Por su parte, los alemanes y los finlandeses
presentes elogiaban entusiásticamente las bondades de
los mariscos que se comen por estos lares.
El rodaballo desapareció completamente en ocho de los
diez platos: era de piscifactoría, con un repugnante regusto
a pienso embarrado. Y salió el solomillo, tierno, sonrosado
y congelado, como no podía ser de otra manera. ¿Que
cómo se conoce? Si está congelado, su sabor se
aminora al paladearlo. Y, además, al corte, aunque esté
rojo, escasamente hecho, pierde notoriamente los jugos, que no
brotan y van a la vajilla.
Datos alarmantes
Los datos son alarmantes y nos plantean dudas irresolubles sobre
el futuro gastronómico. ¿Sabía que más
del 90% de doradas, rodaballos y lubinas que se venden en la
restauración española han sido criadas y cebadas
en cautiverio? ¿Sabía que tampoco baja de ese porcentaje
el consumo de bogavantes estadounidenses o canadienses, los rojitos?
¿Sabía que prácticamente llega al 100% el
servicio de solomillos congelados en comidas colectivas? ¿Y
se ha planteado alguna vez cuántos viajeros de avión
rechazan las horrendas bandejas del catering? ¿Realmente
nos gusta lo que ponen? ¿Tan hambrientos estamos? ¿No
sabemos decir que no a todo aquello que sea gratis?
Compre en el aeropuerto una bandeja de jamón si va a volar
muchas horas. Mire al pescado silvestre, sea cual fuere, sardinas,
chicharros en vez de a los pollos marinos con mucho título
y poca sustancia. Y no se fíe de las grandezas aparentes:
bogavante, rodaballo, solomillo y frutas tropicales en zumo exótico
enfrascado. Cuento y divertimento son dos palabras muy unidas
al hecho de comer y beber.
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