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Marisco de pacotilla

Las marisquerías enmascaran a menudo el origen y la calidad de los preciados frutos del mar

Rafael García Santos

En un restaurante con tres estrellas Michelín nos sorprendieron recientemente con unas gambas de Palamós que tan sólo median dos centímetros de largo peladas: diminutas medidas para tan grandilocuente título. En otro establecimiento igual de laureado, desfilaron unos chipirones hibernados, eso sí, con un diseño de pasarela. Esta conducta tan poco honesta, tan nada rigurosa, tan despreciativa, no es una excepción en los restaurantes de alta cocina, sino un mal endémico nacido de la necesidad histórica de enmascarar a los podridos y de la soberbia humana que conlleva escuchar tanta alabanza derivada de la ignorancia y la mentira.

Así que, siguiendo las viejas costumbres, muchos cocineros actuales ofrecen langostinos congelados vestidos de cashmere si son clásicos, o carabineros ataviados de elástico si son modernos. «Pepe, eres único. Me tienes que dar la receta del bogavante», le decía el otro día Manolo El del Bombo, a otro predilecto y privilegiado de la prensa rosa gastronómica.

Claro que nunca sabremos a ciencia cierta si el forofo hablaba en serio o en broma. La cuestión surgiría en cuanto le otorgaran una pieza procedente de Bretaña u otra llegada de Canadá, pues las dos conviven en la pecera del establecimiento, quedando las primeras reservadas al 10 por ciento de los comensales ­entiéndase críticos, colegas y asiduos con reputación­, mientras que el 90 por ciento de los humanos está condenado a chupar de la estandarización americana.

Langostas en patera

Esta práctica abunda, y tarde o temprano acaba descubriéndose por dos motivos: por la diversidad de apreciaciones de los gourmets respecto de la materia prima empleada en un mismo plato y porque los jóvenes que pasan una temporada adiestrándose en esos restaurantes acaban testificando sobre cuantos delitos gastronómicos han visto cometer. Y qué me dicen de las vieiras de plástico, tan de moda, y de tantas y tantas cosas más.

Claro que las marisquerías que complementan su oferta con cocina tradicional no siempre actúan de buena fé. Estos establecimientos te tientan con la mayor desfachatez con un centollo gallego nacido en Irlanda. Para qué poner en entredicho la procedencia de las langostas, que llegan hasta en patera. Siendo el embuste del origen criticable, no resulta tan grave sin embargo como recurrir al congelado, algo que descalifica a todo cocinero, sea de vanguardia o costumbrista. Estos últimos superan las atrocidades de sus colegas de élite con creces. En algunos casos, llegan incluso a la renuncia absoluta y total del ejercicio de su profesión. Multitud de restaurantes de producto adquieren el camarón ya cocido, seguramente a sabiendas de que nunca podrían dar con el punto de cocción.

Resulta descalificador que sirvan una centolla, una nécora o una cigala hervida por el suministrador. Pero por supuesto que se da. Como también es indignante un proceder habitual en este tipo de establecimientos: hervir el género cuando llega al local y esperar a la demanda incierta de los clientes: unas horitas después ­al mediodía si hay suerte­; o fresquito para cenar ­recién salido de la cámara­; o mañana ­por aquello de que asiente sus excelencias­.

Hoy no se encuentra marisco sobresaliente ni siquiera en diez restaurantes de España, el país donde, con neta diferencia, se comen los mejores frutos del mar de Europa. Es imposible adquirir ese nivel de calidad más allá de uno, dos o, a lo sumo, tres productos por local. Si tiene suerte y cae el gordo, aproveche la racha. Al precio que sea.



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