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El menú infinito
En numerosas ocasiones, el exceso
de platos en una degustación antepone los caprichos del
cocinero al gusto del comensal
Rafael García Santos
Cualquier conferenciante
de éxito, cualquier cineasta que quiera hacer saltar la
taquilla o cualquier escritor que pretenda que su novela sea
un best seller sabe que una de las claves del triunfo radica
en la medida y en el tiempo. Una ponencia o una película
que se dilatan hasta aburrir al personal, o un texto que se alarga
hasta causar tedio al lector, conducen inevitablemente al fracaso.
Los mensajes deben ser claros y precisos. Pues bien, la misma
filosofía es aplicable a la gastronomía. ¿Qué
extensión ha de tener un menú para no dejar hambriento
ni demasiado ahíto al comensal?
Nuestro primer récord gastronómico se produjo
hace veinte años: una degustación de dieciocho
platos elaborados por Michel Guérard. Fuimos felices y
no sabemos a ciencia cierta si comimos perdices. Hoy, muchos
gourmets se encuentran en similar tesitura. Están dispuestos
a coger agujetas en sus peregrinaciones gastronómicas.
Resulta imposible determinar si tal conducta representa una adoración
a los dioses de las perolas queremos pensar que no
o responde a la necesidad de aprovechar una oportunidad excepcional,
que sucede cada varios años, quizá tan sólo
una vez en la vida. Los sibaritas inconformistas, cuando visitan
una gran casa, suelen exigir que les saquen toda la carta. Nos
parece una postura ambiciosa, puede que encomiable, independientemente
de los resultados.
En cualquier caso, la retahíla de platos se convierte
en un exceso cuando la persona que marca el orden del día
es un cocinero a quien equivoca el voluntarismo. Probablemente,
el chef pensará que, a mayor longitud de su discurso,
más aplausos levantará. Pero olvida que en la mesa,
como en la vida, hay ritmos, tiempos, cantidades y que la capacidad
de asimilación es limitada.
En el olvido
¿Cuántas veces acaba uno agotado, y hasta desesperado,
tras tres horas y media de festín? Y lo que es peor, ¿en
cuántas ocasiones recuerda con precisión cómo
ha sido el banquete? Porque una comida así suele terminar
con una empanada mental como colofón. Por eso, no es de
extrañar que, conscientes de la papalina gastronómica
que van a provocar, los cocineros ofrezcan el menú escrito.
De esa manera, evitan que el comensal, cuando relate la experiencia,
exclame frases como «todo estaba bueno, pero no me acuerdo
de lo que nos pusieron».
Ese es el estado mental en el que acaba un gourmet después
de una bacanal. Y hemos sido testigos de cómo lo han sufrido
bastantes de los mejores cocineros de España en casa de
sus colegas. Sin ir más lejos, algunos se arrastraban
por la mesa y suplicaban indulgencia «por favor: basta
ya. No puedo más» tras dar cumplida cuenta
del catorce servicios. Y no digamos más si el artista,
convencido de sus dotes reposteras, te obsequia con tres o cuatro
dulces: asesinato con remate.
Lo más grave de estos festines es que suelen tener
más dientes que una sierra. En otras palabras, que hay
platos excepcionales y otros frustrantes, produciendo sensaciones
agridulces, momentos vibrantes y otros de decepción. Y
la razón es bien sabida: ¿Cuántos cocineros
son capaces de ofrecer diez platos que hagan justicia a la clasificación
que se les otorga?
Dos platos y un postre nunca han representado un festín
en la historia culinaria. Pero el menú interminable, infinito,
no constituye sino un exceso de voluntarismo, que dibuja un camino
errático con una única meta: la papalina gastronómica.
Por lo tanto, tampoco es aceptable. Posiblemente, la solución
consista en preguntar: «¿Cuántos platos desea
probar el señor?». Y la conclusión es que
el gourmet está al servicio del cocinero.
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