Europeos de hoy y de mañana. Un grupo de jóvenes estudiantes del programa Erasmus sujeta una bandera europea junto al puente de Carlos, en Praga. / Ap

Generación Erasmus

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POR BORJA BERGARECHE

Representan el 1% de los universitarios de la Unión, pero encarnan mejor que nadie el sueño de un continente en el que las fronteras nacionales ya no importan


El pasado 7 de diciembre, un sonido muy poco habitual en la sala de prensa de la Comisión Europea en Bruselas sustituyó el tono taciturno y la corrección política que suelen presidir las comparecencias de los responsables comunitarios. Para alborozo de los periodistas presentes, la sala -en la que se encontraba un grupo de universitarios internacionales Erasmus matriculados ese semestre en universidades belgas- estalló en aplausos cuando el presidente del ejecutivo comunitario, Jose Manuel Durao Barroso, afirmó: «Estos estudiantes son los mejores embajadores de la Unión Europea».

Con su concesión al auditorio, Barroso dejaba de lado el hecho más prosaico de que el Servicio Exterior de la Comisión cuenta con delegaciones diplomáticas propias en unos 130 países que operan como embajadas de la Unión, y recurría a una de las claves del proceso de integración de Europa: no dejar que una frágil y siempre insatisfactoria realidad institucional y administrativa desluzca el brillo del sueño paneuropeo. Aquel día, Barroso presentaba junto al comisario responsable de Educación y Cultura, el eslovaco Ján Figel, algunos de los proyectos relacionados con jóvenes y estudiantes con los que la UE pretende celebrar el 50 aniversario del Tratado de Roma, que culminan estos días con la primera Cumbre de la Juventud en la capital italiana.

En una Unión en permanente búsqueda de sí misma, sus líderes no pueden evitar aferrarse a la esperanza en unas nuevas generaciones para las que Europa no es una opción o una elección sino el ecosistema natural, consciente o inconsciente, en el que discurren sus vidas. Así, si bien es sobre todo el sabor nostálgico del mito de los 'padres fundadores' el que impregna las celebraciones del cincuentenario, subyace en los discursos oficiales una nostalgia diferente, orientada hacia un porvenir mejor y encarnada inevitablemente en las nuevas generaciones. «Los jóvenes de hoy en día serán los ciudadanos europeos de mañana y, cuanto antes participen en los debates y foros sobre Europa, mejor preparados estarán para afrontar los retos del futuro», dijo el comisario Figel aquel día en Bruselas.

Estos brindis acarrean el riesgo de atribuir a una categoría tan diversa e incongruente -más allá del hecho incontestable de la edad biológica- como la juventud virtudes ausentes entre los líderes políticos y la población general. ¿Es la llamada 'generación Erasmus' más europeísta que la sociedad en general? Según el Informe Jóvenes Españoles 2005, publicado por la Fundación Santa María, no especialmente. Los datos sobre sentimientos de pertenencia del estudio indican que los españoles de entre 18 y 24 años se sienten, sobre todo, de su pueblo o ciudad, muy por encima de otros ámbitos de pertenencia como pueden ser la región, España, Europa o el mundo.

El 'nuevo hombre europeo'

Según el sociólogo Javier Elzo, uno de los coordinadores del informe, «el sentimiento de pertenencia a Europa no ha aumentado significativamente. La población juvenil es básicamente localista; es decir, se siente de la localidad en donde vive». Preguntados qué se sienten en primer y segundo lugar, el 63% de los jóvenes encuestados menciona su ciudad, el 54% su región o comunidad autónoma, el 49% España, el 15% cita «el mundo entero» (20% en 1981), y sólo el 11% responde Europa, cuando en 1994 lo hizo el 16% de los encuestados. Según los autores, la comparación de estos resultados con los referidos a la población adulta «muestra una evolución similar en el conjunto poblacional», aunque los jóvenes serían más localistas, cosmopolitas y «algo más» europeístas.

Preguntado al respecto para este suplemento, el comisario Figel reconoce que «no se puede negar que los sondeos muestran que Europa tiene dificultades en entrar en la vida cotidiana de las personas». Sin embargo, en calidad de responsable de las políticas de juventud y educación, enseguida menciona el mito juvenil del 'nuevo hombre europeo' que simboliza mejor que nada ni nadie el programa Erasmus.

Citado una y otra vez como la más eficaz de las políticas comunitarias en la creación de una ciudadanía europea, este sistema de intercambio de universitarios nació en junio de 1987 con apenas 3.200 participantes, una cifra que aumentó a 150.000 estudiantes -el 1% de los alumnos de enseñanza superior de la UE- en el curso 2005/06, el último del que se tienen datos. El 90% de los centros universitarios de la UE y 31 países participan ya en un programa que ha permitido estudiar parte de la carrera en una universidad extranjera a un millón y medio de europeos, y que cumple ahora 20 años con el objetivo de alcanzar a tres millones de universitarios en 2012. «Se trata de un objetivo mesurado y a la vez ambicioso, porque supone doblar el número de participantes de aquí a 2012; es decir, hacer en 5-6 años lo que hemos logrado en 20», explica el comisario Figel.

Aunque representa un porcentaje marginal estadísticamente, el impacto del Erasmus es comparable para muchos a la supresión de las fronteras o la moneda única, al sintetizar todo aquello que hay de intangible en el sueño europeo -la convivencia de personas de nacionalidades diversas en torno a una experiencia y unos valores comunes- dentro de un envoltorio alegre y juvenil. En opinión del sociólogo Elzo, «el programa Erasmus ha supuesto un cambio cualitativo, una apertura de puntos de vista enorme: los jóvenes que han estado de Erasmus no son los mismos que los que no han estado».

Según un informe elaborado por la Comisión Europea, el perfil de este europeo en el que tantas esperanzas están depositadas es el de un(a) joven de 21 a 23 años que pasa 6 meses y medio en una universidad extranjera, políglota, soltero (93% de los encuestados) y sin hijos (99%). El 60% son mujeres. En el 82% de los casos son el primer miembro de su familia en estudiar en el extranjero, y provienen en su gran mayoría de progenitores con un nivel de renta por encima de la media. La dificultad de acceso al programa para los estudiantes de menores recursos económicos -sólo el 14% de los Eramus en 2005 declararon tener un nivel de renta inferior o muy inferior a la media- es, según el comisario Figel, «una dificultad que no podemos más que reconocer». Las arcas europeas ayudaron con 140 euros mensuales de media a los estudiantes de intercambio, una bolsa económica que deben completar con aportaciones de los gobiernos nacionales y regionales, de entidades privadas y con fondos familiares, partidas de ingresos todas ellas que varían mucho de un país a otro.

Destino preferente

Si Alemania, Francia, España e Italia son, en ese orden, los principales países emisores, España es el país que más Erasmus acoge. En el curso 2005/06, estudiaron en universidades españolas 25.511 alumnos, el 17,7% del total, seguido en orden de popularidad por Francia, Alemania y el Reino Unido. Ocho de las diez universidades europeas que más Erasmus recibieron en 2004/2005 eran españolas. Gracias al Erasmus, son ya más de 190.000 los universitarios españoles que han realizado parte de su formación superior en un centro comunitario. El valor atribuido a esta vanguardia de pioneros en un país que, como España, se incorporó tarde al proyecto europeo es tal que el programa Erasmus recibió en 2004 el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, por ser «uno de los más importantes proyectos de cooperación internacional en la historia de la Humanidad».

¿Por qué tanta esperanza depositada en el 1% de los universitarios de la UE? Según Marcelino Oreja, miembro del jurado que falló el galardón y antiguo comisario europeo, «el programa Erasmus es muy simbólico de una Unión anclada en el concepto de ciudadanía, y es un factor de conocimiento que, aunque todavía limitado en su alcance, permite un gran desarrollo».

La teoría es la de la «mancha de aceite», según la cual el potencial impacto de un grupo cuantitativamente reducido en la sociedad sería, cualitativamente, muy significativo. En su discurso al recoger el Príncipe de Asturias, la entonces comisaria responsable, Viviane Reding, afirmó: «Erasmus posibilita esta experiencia no por la vía de un saber libresco, sino por medio del contacto directo, del intercambio, de la alegría compartida de la vida estudiantil». «El gran secreto del Erasmus es la dimensión relacional», resume Javier Elzo.

La evidencia incontestable de la creciente red de contactos y experiencias compartidas que van tejiendo el Erasmus y otros programas de intercambio a nivel europeo e internacional contrasta, sin embargo, con ciertas estadísticas. En la encuesta 'Jóvenes europeos 2001' que publicó la Comisión Europea -el estudio específicamente 'juvenil' más completo hasta la fecha, a la espera de la próxima publicación de la nueva edición-, se constataba que el 44% de los europeos de 15 a 24 años no había visitado ningún otro país de la Unión en los últimos dos años, el mismo porcentaje que en 1997. A nivel general, menos del 2% de los ciudadanos comunitarios vive y trabaja en un estado miembro distinto al de origen, y sólo un 0,2% de los trabajadores cruza las fronteras cada día para trabajar en países vecinos.

Barreras que persisten

Estos nimios porcentajes de movilidad laboral indican las barreras que impiden todavía la universalización del disfrute de las libertades económicas que recogen los Tratados de la UE. Junto a la existencia de regímenes fiscales y laborales diversos y de diferentes niveles salariales que dificultan la contratación, persisten obstáculos más elementales como la necesidad de conocer otros idiomas. Casi uno de cada dos jóvenes europeos (46%) declaraba en 2001 conocer una lengua extranjera, pero un tercio (31%) no conocía ninguna, cifra similar a la obtenida en 1997 (29%) aunque sensiblemente inferior al 40% de 1990. María Pérez, investigadora y productora cultural de 30 años, que cuenta con un doctorado por una universidad parisina y ha residido en la capital francesa varios años, menciona además otras barreras «implícitas», relacionadas con el hecho de que «la 'identidad europea' no forma parte todavía de nuestro imaginario».

Es innegable que la exposición creciente de las nuevas generaciones de europeos a un ámbito vital que trasciende las fronteras nacionales, tanto en su vida privada como profesional, debería conducir a una realización de los deseos expresados por Barroso, Figel y otros responsables comunitarios. Pero quizás existan vías alternativas más rápidas hacia el europeísmo de la juventud. A pesar de las tercas resistencias que indican algunas estadísticas sobre movilidad, la construcción de Europa entre los jóvenes avanza también al margen del discurrir oficial de la vida de la Unión. «Europa existe al margen de las políticas públicas», afirma María Pérez. «No creo que tenga tanta importancia 'ser parte de la UE' desde un punto de vista formal; lo relevante es que compartimos una historia y -esperemos- unos valores asociados a ella».