Infraestructuras. Numerosas obras públicas se han financiado en buena medida con los fondos procedentes de Bruselas. En la imagen, el AVE Madrid-Tarragona. / Efe

Historia de un éxito

Volver a portada

 

POR IGNACIO MARCO-GARDOQUI

Desde hace años, la mayor parte de las informaciones que llegan de Bruselas tiene un carácter negativo. Algo que no hace justicia al balance positivo para la economía española de su pertenencia a la UE


Es cierto que una vez nos reducen las cantidades que podemos producir de leche; otra, nos minoran las toneladas que podemos pescar de anchoas; y cuando no nos reconvienen por aplicar normas fiscales incorrectas, nos obligan a modificar los criterios que aplicamos a las opas eléctricas. Sumen a todo esto el desaire incomprensible que supone el haber aprobado por abrumadora mayoría la nueva Constitución Europea, junto con otros 17 países miembros, y que tal cosa no valga para nada ante la negativa a hacerlo de tan solo otros dos; o la sensación de futilidad en materia de presencia en el exterior que acompaña a los generosos esfuerzos desplegados por nuestro compatriota Javier Solana que no acaba de otorgar a la UE un peso político acorde con su importancia económica.

También es verdad que en la vieja Europa muchas personas, y casi todas las empresas, siguen considerándose el centro del universo, sin darse cuenta de que hace tiempo que el mundo gira sobre otros ejes y cada día contamos menos a la hora de adoptar las grandes decisiones geopolíticas o cuando se trata de configurar las grandes variables económicas. Es un hecho novedoso, y en absoluto satisfactorio, pero es evidente que el crecimiento de China es hoy una variable mucho más relevante para el mundo de la economía que la recuperación alemana.

Pero todos estos datos poco favorables y esa sensación de estancamiento, cuando no de fracaso, no deberían ocultar otra realidad aún más constatable y objetiva, al menos para España. Nuestra adhesión a la UE, en 1986, nos trajo adjunta una época dorada para la estabilidad macroeconómica que ha permitido disfrutar de una política monetaria inusualmente laxa; capaz de financiar a la vez el 'boom' de la vivienda, el proceso inversor de las empresas e incluso las aventuras corporativas de una nueva casta empresarial que, procedente del mundo del ladrillo, está cambiando la faz mercantil de España. Además, hemos aumentado considerablemente nuestro nivel de renta y hemos equipado el país hasta convertirlo en 'reconocible' según los estándares más exigentes.

Echar la vista atrás

Los españoles hemos alcanzado la media de la renta per cápita de la UE y varias de las comunidades autónomas, como ocurre en el caso del País Vasco, la superan con holgura (+25%). Este logro hay que modularlo con la evidencia estadística de que la incorporación de nuevos países miembros ha reducido mucho la media general, pero no por ello deja de ser estimable si lo comparamos con el punto del que partíamos cuando nos incorporamos al proyecto.

Sin embargo, la persistencia de noticias negativas y la presentación pesimista de la mayoría de los asuntos europeos ha terminado por generar una sensación de desánimo, de inutilidad, de falta de confianza en el futuro común. Los asuntos europeos no provocan ya el entusiasmo de los españoles, como lo hicieron en las dos últimas décadas del siglo anterior. Tampoco provocan aún el rechazo, pero es preciso reconocer que se han enfriado los ardores europeístas que un día no muy lejano nos abrasaron, como mejor garantía de la consolidación de la democracia y del despegue económico en nuestro país.

Esta situación es, fundamentalmente, un problema de enfoque y si cambiamos el punto de mira, cambiaremos también el saldo de nuestra valoración global. La anterior visión negativa y las frustraciones derivadas aparecen cuando comparamos los ilimitados deseos iniciales con lo realizado. Pero, si miramos hacia atrás, cambiamos la referencia y comparamos lo avanzado y conseguido gracias a Europa con lo que teníamos antes de incorporarnos a ella llegaremos, indefectiblemente, a la conclusión de que ha sido un magnífico negocio para todos nosotros y también suficientemente bueno para ellos.

Echemos un poco la vista atrás. España no pudo plantear seriamente su candidatura como miembro del club europeo hasta la llegada de la democracia. Antes, las gestiones realizadas por el ex ministro Ullastres dieron como fruto el Acuerdo Comercial Preferencial del año 1.970. Un acuerdo que 'nos puso en el mapa' económico de Europa y que estuvo muy bien negociado a nuestro favor. No es casualidad que los dos hitos más trascendentales de la historia económica del siglo XX lleven el sello de Alberto Ullastres. Su Plan de Estabilización de 1958 permitió cambiar nuestra estructura económica interna al permitir el despegue de la industria en un país que era agrícola y deprimido. Por su parte, el Acuerdo de 1970, y su indudable desequilibrio, dio el pistoletazo de salida a la después brillante carrera de nuestras exportaciones.

La Adhesión generaba grandes ilusiones, pero planteaba también muchos riesgos. Las exigencias del Tratado de Roma nos obligaban a eliminar el formidable esquema de protección de nuestro mercado interior tras el que se había parapetado la débil industria instalada durante el franquismo. Hoy suena increíble pero, en aquél entonces, disfrutábamos (?) de un arancel medio de casi el 20%, y lo teníamos que cambiar por el de la CEE que no llegaba al 3%, para conseguir la aplicación de la libertad de circulación de mercancías que imponía el Tratado de Roma.

Eso en lo que se refiere a nuestros intercambios con los países miembros, pero la adhesión implicaba una dosis mayor de liberalización. Las estrictas reglas del Tratado de Roma nos obligaban a adoptar la Política Comercial Común en vigor para los intercambios comerciales realizados entre la UE y toda una pléyade de países con los que existía algún tipo de acuerdo de reciprocidad en las ventajas comerciales. A eso, todavía había que añadir un escalón más, formado por los acuerdos, muy ventajosos para la otra parte, concluidos con las antiguas colonias de los países miembros.

Liberalización

Aquí todo era ceder aranceles y perder protección. Lógicamente, los países receptores de las ventajas comerciales recibieron con agrado su extensión a nuestro país y nos aplicaron las reglas recíprocas establecidas. Lo malo fue que las obtenidas de ellos eran escasas en número y, dado su carácter de ayuda al desarrollo, sensiblemente menores en cuantía que las concedidas por nosotros.

Por si fuera poco, el Tratado de Roma era muy exigente con el tratamiento de los cupos y los contingentes y obligaba a eliminar progresivamente pero de forma rápida, el régimen de las restricciones cuantitativas a la importación que limitaba la 'cantidad de competencia' que soportaban los sectores defendidos por ellas y que con tanta habilidad habíamos utilizado para frenar las acometidas de los competidores extranjeros. Las excelencias de la liberalización funcionan muy bien en los manuales de Economía y son cantadas y aplaudidas por los teóricos liberales, pero constituyen una amarga medicina que, en ocasiones, en vez de curar acaban con la vida del enfermo. Dan fe de ello la multitud de sectores que quedaron maltrechos y de empresas que se vieron abocadas al cierre, al no ser capaces de soportar el terrible incremento de la competencia que causó el cumplimiento del conjunto de las exigencias comerciales liberalizadoras previstas por el Tratado de Roma.

Pero el país soportó bien la amarga medicina de la liberalización y supo reaccionar con energía ante el reto planteado por la adhesión. El resumen es que España no contaba y hoy cuenta. España no tenía grandes corporaciones empresariales y hoy sus líderes son líderes mundiales que compiten en igualdad de condiciones por toda Europa. Nuestros bancos y eléctricas son hoy los más eficaces; nuestras constructoras, las más activas; nuestras inmobiliarias, las más dinámicas; y nuestra operadora de teléfonos, la más potente. Este panorama es hoy la realidad de cada día, pero nadie se hubiese atrevido a soñarla en 1986.

Hoy, un londinense solicita un crédito hipotecario a un banco de propiedad española, habla por el móvil de una compañía española, utiliza un aeropuerto gestionado por una compañía española y transita en sus viajes por autopistas concedidas a empresas españolas. Para todos los que, en nuestra infancia, fuimos a Biarritz a comprar platos de Duralex esto supone un cambio increíble, de dimensiones cósmicas.

Ayudas recibidas

Son muchos los que opinan que los efectos de las generosas ayudas estructurales europeas que hemos recibido han sido determinantes en nuestro desarrollo, y es cierto. Pero le dan un carácter peyorativo que no nos merecemos. Con ellas hemos recuperado un retraso de siglos en infraestructuras. Hemos construido carreteras, aeropuertos y puertos; hemos urbanizado pueblos y ciudades; hemos mejorado la agricultura y hemos ofrecido alternativas de futuro a las regiones más deprimidas. ¿No era ése su objetivo? ¿Hubiese sido mejor despilfarrar o aprovechar mal los dineros recibidos de las ayudas concedidas como han hecho alguno de nuestros vecinos más próximos?

España ha recibido mucho de Europa. Mucho dinero y, lo más importante, muchos estímulos para modernizar el país y homologarlo con Europa, algo que no hacíamos desde el siglo XVII. Pero ha sido también un socio leal que ha cumplido sus compromisos y ha causado muchos menos problemas que los esperados. Por poner un ejemplo, cuando accedimos al euro hubo muchos países, como por ejemplo Alemania, que no nos consideraron capaces de cumplir los mandamientos de la ortodoxia monetaria indispensable para mantener las monedas unidas y sin fluctuaciones cambiarias.

Por eso se empeñaron en añadir un apéndice de requisitos posteriores, que se sumaban a las exigencias ex ante para entrar en la moneda única. De esta manera, además de satisfacer los límites de inflación, tipos de interés, deuda y déficit público, nos impusieron el famoso Pacto de Estabilidad que limitaba la acción de los gobiernos en materia presupuestaria para conseguir mantener la disciplina habitual en los países centrales de Europa. Cosas de la vida, el tiempo demostró después, y lo hizo de manera apabullante, que éramos capaces de hacerlo y lo hicimos mientras los demás, los supuestamente ortodoxos, abandonaban la disciplina e incurrían en déficits abultados, violentando los compromisos que ellos mismos impusieron. Y negándose a cumplir las sanciones que les correspondían y que, con toda seguridad, habían previsto para nosotros.

El balance de nuestra experiencia europea no es bueno, es espléndido. Lo fue al principio, cuando asumimos las exigencias del Tratado de Roma que hoy celebramos y lo ha seguido siendo después. Si la liberalización de mercancías generó algunos problemas de entidad, fueron compensados sobradamente con los beneficios obtenidos; mientras que la liberalización de los capitales resultó casi inmaculada. Esta historia es muy curiosa. España era un país acostumbrado a funcionar sometida a los férreos e inflexibles controles de cambios diseñados para impedir una fuga de capitales que se presumía sin límites. La transición política desató miedos ancestrales y se suponía que cualquier descuido oficial iba a ser aprovechado para poner a buen recaudo exterior los ahorros de los pocos españoles que conseguían ahorrar. Sin embargo, liberamos los movimientos financieros en 1992 y no ocurrió el más mínimo movimiento sísmico. Luego ya, el 1 de enero de 2002 asumimos eufóricos la llegada del euro. Era la primera vez en dos siglos que participábamos en un proyecto europeo desde el grupo de cabeza y en primera posición de liderazgo.

La moneda única eliminó uno de nuestros 'deportes tradicionales', como eran las devaluaciones periódicas que nos servían para recuperar provisionalmente las pérdidas de competitividad causadas por los diferenciales de inflación acumulados frente a nuestros competidores. Hemos perdido la peseta y la capacidad de actuar sobre los tipos de cambio del euro, pero hemos sobrevivido perfectamente a ello, apoyados principalmente en la enorme estabilidad de los tipos de interés y en su inusitado bajo nivel absoluto.

Los riesgos

La necesidad de reactivar las aletargadas economías de los países centrales de UE ha llevado al Banco Central Europeo ha adoptar una política monetaria mucho más laxa que la necesaria para el momento que ocupa la economía española dentro del ciclo económico. En consonancia con esa intención, los tipos de interés han sido y son tan bajos que nos hemos pasado varios años viviendo una situación anómala y poco frecuente en la que los tipos reales han sido negativos al alcanzar un valor menor que el de la inflación incurrida.

La inversión a riesgo se ha convertido así en un magnífico negocio y las compras de bienes duraderos se han visto facilitadas por el bajo precio del dinero. Todo ello ha movido a la construcción, ha excitado al consumo, ha apoyado a la industria e impulsado al sector financiero y; como resultado ha permitido dar trabajo a los españoles y los millones de inmigrantes que han venido hasta aquí en busca del trabajo que en su país no encuentran.

La historia de nuestra pertenencia a la UE es una historia de éxito, pero, como ocurre en todos los órdenes de la vida, el éxito obtenido se refiere al pasado. El futuro no está ganado y nos exige nuevos esfuerzos si queremos prolongar la fase de bonanza. La acumulación persistente de diferenciales de inflación frente a nuestros vecinos y principales competidores está erosionando nuestra competitividad de manera peligrosa. Este hecho, producido en un momento de intensificación de la globalización, resulta extremadamente peligroso. La globalización se basa en una gran transparencia de costes y precios y se apoya sobre una enorme libertad de comercio y una rápida y barata comunicación física e intelectual. De ahí que las ineficiencias son fácilmente detectadas e implacablemente combatidas.

En una situación en la que no caben los ajustes del tipo de cambio, esas ineficiencias se traducen en pérdidas de empleo como tenemos ocasión de comprobar diariamente con los desagradables episodios de las deslocalizaciones industriales que dejan tras de sí un reguero de sufrimiento laboral y fracaso empresarial. Estamos obligados por tanto a cuidar de nuestra competitividad, siendo conscientes de que siempre hay alguien en algún lugar que está dispuesto a hacer lo mismo que nosotros a cambio de una remuneración menor. Este esfuerzo compete tanto a los trabajadores como a los empresarios y afecta al conjunto de los costes y al catálogo de productos fabricados con ellos.

La adhesión a la UE planteó unos retos que supimos asimilar con buena nota. La economía española disfruta hoy de una situación envidiable, pero se enfrenta a los nuevos retos que plantea la globalización. El desafío consiste en mantener un dinamismo y una capacidad de innovación que nos permita vencerlos de nuevo.