Contrarios a la constitución. Carteles defendiendo el 'No' al proyecto de Constitución europea, ante el referéndum en Francia. / AFP

El problema de los egoísmos

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POR FERNANDO PESCADOR

La UE sufre hoy una profunda crisis de identidad. Suele decirse que el origen de esta situación se encuentra en el rechazo franco-holandés de comienzos de 2005 al proyecto de Tratado constitucional, pero el problema es más profundo


El desapego de las opiniones públicas francesa y holandesa hacia un texto considerado clave para el porvenir de la construcción comunitaria, y la polémica que lo rodea en países como el Reino Unido, Polonia o Chequia, no es más que el corolario lamentable de un largo proceso de desencuentros entre los socios europeos, que se remonta atrás más de una década y que tiene infinidad de expresiones, políticas y económicas.

Estamos en 2007, festejando el medio siglo de los Tratados de Roma que alumbraron lo que primero fue la Comunidad Económica Europea, luego la Comunidad Europea a secas y, por último, la Unión Europea. Pero desde hace años los mensajes se repiten. En diciembre de 2001, los entonces 15 socios de la UE, reunidos en cumbre en el extrarradio de Bruselas, en Laeken, aprobaron una declaración de hondo contenido político que pasaría a la historia de los asuntos comunitarios con el nombre de 'Declaración de Laeken', en la que se manifestaba que «cincuenta años después de su nacimiento, la Unión se encuentra en una encrucijada, en un punto de inflexión de su existencia. Es inminente la unificación de Europa. La Unión está a punto de ampliarse con más de diez nuevos estados miembros, principalmente de Europa central y oriental, cerrando así definitivamente uno de los capítulos más negros de la historia europea: la Segunda Guerra Mundial y la posterior división artificial de Europa. Por fin, Europa está en camino de convertirse, sin derramamiento de sangre, en una gran familia. Una auténtica mutación que por supuesto exige un enfoque diferente del que, hace cincuenta años, adoptaron los seis estados miembros que iniciaron el proceso».

Cinco años después de tal Declaración, Europa sigue sin encontrar ese «enfoque diferente», a pesar de que la unificación ha tenido lugar ya y que la UE la componen actualmente no 25 socios, como anticipaba la Declaración de Laeken, sino 27, tras la reciente incorporación de Rumania y Bulgaria.

Asamblea de notables

La situación dista de ser cómoda. La Comisión Europea ha dejado de ser un órgano colegiado de gobierno para semejarse a una asamblea de notables, en la que unos y otros pugnan por levantar la cabeza ante la opinión pública, apoyándose en un paquete de competencias paulatinamente despiezado hasta lo risible para dar trabajo a tanta gente. De los comisarios europeos se sospechan con naturalidad motivaciones para sus procederes más centradas en los réditos electorales que pueden aportarles en sus respectivas carreras políticas nacionales, a la vuelta del mandato comunitario, que en el interés estrictamente europeo. Las iniciativas de calado brillan por su ausencia o son rechazadas por los estados miembros en su mera formulación original, en los escasísimos casos en los que los procedimientos de control nacional, embutidos en la ejecutoria cotidiana del Ejecutivo comunitario por los estados miembros, no las dejan inválidas ya en su gestación.

Vivimos inmersos en una 'Europa de desconfianza'. Maniobras como la franco alemana con el Pacto de Estabilidad de noviembre de 2003, cuando París y Berlín impusieron la paralización de los procedimientos de infracción que se seguían en el Consejo de Economía contra ellos por sus reiterados déficits fiscales, han tenido un impacto demoledor en el grado de exigencia que muchos otros estados miembros se han aplicado, a la hora de producir unas cuentas públicas saneadas. El mal ejemplo de Francia y Holanda cundió en Italia, Grecia, Portugal, Hungría o Lituania. La capacidad de crecimiento de la denominada Eurozona -la que componen los miembros del euro, trece en la actualidad tras la incorporación de Eslovenia-, se ha resentido, frenando la creación de riqueza. Este efecto, combinado con el incremento real de precios experimentado tras la llegada del euro a la calle, ha dado alas a los críticos de la moneda única y forzado un ritmo más lento en la aproximación -obligada-, de los nuevos socios al euro. Ahora se habla de 2010 para que las principales economías de la Eurozona alcancen el punto de equilibrio presupuestario, cuando el objetivo estaba proclamado primero para 2000 y luego para 2002. De igual manera, esa es la fecha de la que se habla para nuevas adhesiones a la moneda única entre los socios recién llegados, exceptuadas las de Chipre y Malta, que están ya formuladas.

Libertades básicas de los Tratados como las de circulación de capitales y establecimiento se han visto sistemáticamente traicionadas por una ola de proteccionismo económico que ha desacreditado uno de los principales logros de la integración europea: el mercado interior. La 'Ley Volkswagen' en Alemania, el socorro del Estado francés a través de Gaz de France para ayudarle a Suez a escapar al abrazo de Enel, la increíble saga de Endesa, la frustrada fusión de Abertis y Austostrade, la OPA fallida del BBVA sobre la Banca Nazionale del Laboro a causa de los tejemanejes del ahora ex gobernador del Banco de Italia, Antonio Fazio, o las dificultades del holandés Amro Bank con Antonveneta, constituyen evidencias de que los estados miembros de la Europa comunitaria tienen, unos como otros, tendencia a llenarse la boca con ideales en los que luego demuestran no creer.

Solidaridad

El daño es todavía más profundo de lo que cabría suponer. El acceso a los mercados ha sido siempre una motivación básica de las guerras y la Europa comunitaria se precia -lo está recordando estos días-, de haber alcanzado la mayor integración pacífica de la historia. Hasta la entrada de Grecia en la UE, en 1981, la Europa comunitaria era un bloque económico razonablemente homogéneo, que la República helénica primero, y los países ibéricos en 1986, descompensaron. Como no parecía imaginable que las grandes maquinarias productivas de algunos de los países más desarrollados del mundo se hicieran con los mercados ibéricos gratuitamente, transfiriendo desempleo a economías más pobres, nació la cohesión intracomunitaria. En realidad, el concepto era anterior, luego sería más propio decir que la solidaridad de los ricos con los pobres en la UE cobró una dimensión hasta entonces desconocida, para terminar consolidándose como una política comunitaria de primer rango y segunda partida presupuestaria por nivel de gasto.

Pero poco precio ha pagado la Europa rica por esos nuevos mercados. El último acuerdo de Perspectivas Financieras para el periodo 2007-13 establece un techo de gasto anual del 1,046% del PIB de la UE para 27 socios, (el 1% de la Renta Nacional Bruta, que sustituye en la contabilidad comunitaria al Producto Nacional Bruto), cuando las precedentes, las aprobadas en 1999 para 2000-06 definían un límite que oscilaba entre el 1,13 y el 1,09 del PNB. Veintisiete, en fin, por el precio de 12, ya que los tres socios de la EFTA adheridos en 1995 tuvieron un impacto marginal en la distribución de Fondos Estructurales. La ampliación de la UE ha producido riqueza objetiva a la UE-15, pero sus beneficiarios no han querido compartirla con los demás.

Las discusiones de las últimas Perspectivas Financieras mostraron poco más que un enfrentamiento entre el Reino Unido y Francia por el reparto del pastel, con los demás como claque. Blair no admitía ningún cambio conceptual en el mecanismo de retornos establecido en 1984 a través del denominado cheque inglés, y Chirac se negaba a considerar la Política Agrícola materia negociable. Si se tiene en cuenta que el primero responde a la segunda, habría que pensar que Europa ha avanzado poco, presupuestariamente hablando, desde la cumbre de Fontainebleau de 1984, donde Margaret Thatcher alcanzó a imponer su famoso «I want my money back».

Poco debe extrañar que, en este marco general, los nuevos socios de la UE muestren tendencias liberales en casos de corte extremo, que comprometen los equilibrios del Estado del Bienestar celosamente defendido por quienes, en la Vieja Europa, nada quieren ceder a nadie, y que cuestionan la coherencia de la aventura común.

Pero no es sólo la economía lo que no va -o lo que podría ir manifiestamente mejor- en la Europa comunitaria. La sensación de morosidad lo invade todo: la Europa social es un enunciado pomposo para un futurible permanente, ya que los debates sobre cuestiones sensibles de ese ámbito, como la jornada laboral, se estrellan invariablemente contra la cerrazón británica, que rehúsa cualquier armonización en la materia.

Europa dice ansiar una posición relevante en el concierto internacional de poderes. Las guerras en la ex Yugoslavia mostraron la incapacidad de los entonces 15 para frenar una sangría en el continente propio que ha sido recientemente calificada de genocidio por el Tribunal Internacional de La Haya, dependiente de Naciones Unidas. Se dijo entonces que la PESC (la Política Exterior y de Seguridad Común), apenas estaba formulada, y que tragedias como la de Bosnia no hacían más que reafirmar su necesidad.

Sin embargo, y después de tan humillante experiencia ¿qué está haciendo la Europa del siglo XXI para poner término a las masacres de Darfur? El asunto es recurrente en las ministeriales de Exteriores, pero los resultados de tanto debate son magros. Se circunscriben a la ayuda humanitaria y poco más.

Asegurar, como algunos hacen, que el Tratado constitucional rechazado por franceses y holandeses serviría para resolver todos estos problemas, y aún otros más que podríamos enumerar, pero que convertirían esta exposición en un ejercicio interminable, es, sin duda, una pretensión excesiva. El nuevo marco jurídico firmado por los Jefes de Estado o de Gobierno de los 25 en Roma en octubre de 2004 dista de ser revolucionario. Facilita la toma de decisiones en unas instituciones europeas en las que los países poco poblados y escasamente desarrollados han asumido un protagonismo excesivo, fruto del desequilibrio institucional con el que nació la CEE para hacer posible la convivencia de los tres grandes de los inicios, Alemania, Francia e Italia, con los tres pequeños, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, en una cierta armonía.

Potencialidad

Le permite a Europa, además, hilvanar mejor su discurso y su presencia exterior, con la nueva figura de Presidente del Consejo de la UE por un periodo de dos años y medio, reelegible una sola vez, y la creación de la figura del ministro de Exteriores, que englobaría las funciones desempeñadas por Solana en la Secretaría General del Consejo y las conferidas a la Comisión, generalmente relacionadas con la ayuda al desarrollo y la política comercial.

Mejora las condiciones para poner en marcha 'Cooperaciones Reforzadas', mediante las que algunos estados miembros, utilizando el marco institucional de la Unión, se ven facultados para cooperar más estrechamente entre ellos, cuando los demás no desean hacerlo.

Amplía el ámbito de las materias decididas por mayoría cualificada en el Consejo y el de los asuntos en que el Parlamento europeo interviene, a través del mecanismo de Codecisión.

Introduce cambios muy relevantes en la personalidad jurídica de la Unión, racionaliza y simplifica los instrumentos jurídicos que las instituciones de la UE adoptan, que pasan de 15 a 6, facilita las revisiones ulteriores del Tratado y consagra, en el corpus legal europeo, los derechos fundamentales como legislación básica (aunque el Reino Unido sentara las bases para que, si se diera el caso, el Tribunal Europeo de Justicia no pudiera encausarle por incumplimiento).

Se trata, en fin, de un documento valioso, consensuado entre los estados miembros de la Unión después de 28 meses de negociaciones, de febrero de 2002 a junio de 2004, en la Convención primero y la Conferencia Intergubernamental después.

Tienen razón quienes aseguran que el Tratado constitucional es el marco jurídico que Europa necesita para funcionar en este siglo XXI, pero no cabe duda de que el documento, con virtudes, sus carencias y sus ambigüedades, no cierra el debate entre integracionistas y librecambistas. La batalla por la construcción del continente entre quienes apuestan por la Unión Política, y los que persiguen un entorno económico homogéneo para hacer negocio, dejando la primogenitura política para las capitales nacionales, va a continuar abierta de cualquier manera.