La moneda común. Monedas de euro acuñadas en los diferentes países integrados en la divisa europea. / reuters

Soberanía acuñada

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POR CÉSAR COCA

El euro simboliza mejor que ninguna otra cosa el proyecto común de los miembros de la UE. Desde el punto de vista macroeconómico es un éxito, pero costó mucho alumbrarlo y aún hay demasiados países fuera


Cuando los jefes de Estado y Gobierno de la entonces Comunidad Europea, formada por los seis países fundadores, establecieron en 1969 en la cumbre de La Haya el objetivo de la Unión Monetaria, intuían que el proceso iba a ser largo, pero seguramente no pensaron que tanto. Es sabido que en los pasillos y despachos de la hoy Unión Europea, en esas feas sedes administrativas de Bruselas, el tiempo discurre a un ritmo considerablemente más lento que el latir de la vida ciudadana, pero el euro es con toda probabilidad el objetivo político-económico que más horas de trabajo ha consumido. Por eso, cuando en octubre de 1970 el entonces primer ministro de Luxemburgo, Pierre Werner, propuso ya de forma concreta la creación de una divisa común a los Seis para diez años más tarde, pecó de ingenuo. Hubo que esperar 18 años para que la nueva moneda fuera una realidad financiera y cuatro más para que estuviera en los bolsillos de los ciudadanos de sólo la mitad de la Unión. Y, sin embargo, el euro ha terminado por ser uno de los mayores éxitos del proyecto común europeo.

Cinco años después del inicio de su circulación como moneda física, el euro supone ya algo más del 25% de la reserva mundial de divisas. Ese porcentaje es muy superior al que sumaban antes de su desaparición las monedas oficiales de los trece países que lo integran. Sin embargo, sus inicios no fueron demasiado brillantes. No es fácil saber si el escepticismo pesó sobre la cotización o la mala cotización hizo cundir el escepticismo, pero lo cierto es que entre el 1 de enero de 1999, cuando el euro fue una realidad al menos teórica para once de los quince países que entonces formaban la UE, y el 1 de enero de 2002, cuando comenzó a circular en forma de monedas y billetes, el euro perdió nada menos que un 23,4% de su valor frente al dólar.

Durante ese tiempo abundaron los comentarios en tono agorero, en especial al otro lado del Atlántico, sobre el futuro de una divisa que aún antes de poder ser utilizada por los ciudadanos sufría un desgaste notable. Pero la tendencia cambió desde el mismo momento en que los billetes estuvieron en manos de los europeos. Y así hasta hoy. En estos cinco años largos, el euro ha ganado un 47% respecto del billete verde y supera con creces la cotización de aquel 1 de enero de 1999 en que fue alumbrado con casi tanto temor como esperanza.

El precio a pagar

También es cierto que el éxito ha tenido su precio, y ese lo han pagado los ciudadanos. El simple cambio de moneda, por el redondeo aplicado a los precios -contra todas las recomendaciones de las autoridades económicas europeas y los bancos centrales nacionales-, tuvo un impacto evidente en la inflación. En España, aproximadamente 0,9 puntos en el IPC del año 2002. Mucho, si se compara con la inflación del año anterior, que fue del 4%. En Europa, el redondeo fue mucho menor, si nos atenemos a la estimación de un informe encargado por el Parlamento europeo: el incremento medio de precios por efecto de la sustitución de moneda fue, en el conjunto de los doce países que realizaron entonces la operación, de sólo el 0,2%.

El euro se ha impuesto y su presencia en la economía internacional no deja de crecer, en parte alimentada por un antiamericanismo rampante que ha llevado a algunos países a utilizar la divisa europea en sus transacciones. Los últimos datos del Banco Central Europeo, referidos al final de 2004, revelan que el 28% del comercio mundial se realiza en euros, frente al 49% que se factura en dólares. Ahora bien, es preciso matizar que no está contabilizado el comercio interior de la UE. Las distancias se acortan año a año, de manera que es probable que no esté lejos el día en que el euro sea más relevante para el comercio internacional que el dólar.

No obstante, el innegable éxito de la divisa europea ha sido insuficiente para convencer a algunos países de que merece la pena renunciar a la soberanía monetaria en aras de los objetivos de la unión. Con la incorporación el pasado 1 de enero de Eslovenia, son trece los países que forman parte del euro, frente a catorce que están fuera.

Los nuevos socios han mostrado su interés por incorporarse a la eurozona, pero varios de ellos necesitarán un prolongado ajuste económico para cumplir las exigentes condiciones marcadas por Bruselas con objeto de garantizar la estabilidad internacional de la moneda. No hay que olvidar, además, que con la incorporación al euro no se pierde sólo ese símbolo de soberanía, sino sobre todo los estados renuncian a los ajustes del tipo de cambio de su moneda como instrumento para mejorar su competitividad. También renuncian a fijar los tipos oficiales de interés, competencia que queda en manos del Banco Central Europeo.

Más problemática, pero en otro sentido, es la incorporación de los países que, cumpliendo esas condiciones, han preferido quedarse fuera. Entre ellos, hay una economía poderosa -aunque menos que en otro tiempo-, Reino Unido, y dos muy saneadas pero de dimensión mucho más pequeña: Suecia y Dinamarca. Este último país, uno de los más escépticos con la Constitución europea y los objetivos de unión política, rechazó en referéndum el ingreso en el euro. No lo hubo ni en el Reino Unido ni en Suecia, pero es evidente que sus gobiernos optaron por conservar la soberanía monetaria, en vez de depositarla en manos del Banco Central Europeo, estratégicamente situado en Fráncfort. Al fin y al cabo, el marco alemán era la moneda europea de mayor peso internacional antes del euro.