Viernes, 12 de marzo de 2004
Madrid, ciudad muerta
El centro de la capital se quedó
vacío, conmocionado, sin coches en las calles y con los vecinos
atemorizados en sus casas y pendientes del teléfono
J. GÓMEZ PEÑA/
Madrid fue ayer una ciudad de 200 cadáveres.
Vaciada, deshabitada por una sucesión de explosiones que
robaron tanta vida y congelaron el tráfico en las vías
de acceso. El centro de la capital se despertó en el paisaje
de una pesadilla. Sin gente. En silencio. Con ese himno sin palabras
que viene tras la conmoción. Durante horas el tiempo se cristalizó,
como en una escena lejana ya vivida antes a través de la
televisión, la de aquel 11 de septiembre en Nueva York. Madrid,
su centro, fue ayer una ciudad muerta.
Mientras una hilera de féretros, silente, iba
desde Atocha hacia uno de los pabellones del parque ferial IFEMA,
las calles del Madrid de las postales -Castellana, Goya, Serrano,
Velázquez, Diego de León...- se coagulaban, se detenían.
La Policía había desviado el tráfico hacia
la M-30 y la M-40, los anillos que circundan la urbe. Hasta 50 kilómetros
alcanzaron las retenciones en la periferia. En cambio, el centro,
como ajeno, vivía instalado en su día más fatal.
Dentro de la densidad del silencio.
Cerca del estadio Santiago Bernabéu, sólo
una brigada de limpieza, la encargada de recoger los desechos del
Real Madrid-Bayern, rompía la quietud. Sólo ella y
la fila solidaria de voluntarios que esperaron durante horas para
donar su sangre. Sobró la sangre ayer en Madrid. Había
incluso aficionados del Bayern, incrédulos, como todos, y
con sus venas abiertas. Todos con ojos de agachado; algunos con
rabia, con mirada inmisericorde.
El gris antes intenso de la tragedia se volvió
más desvaído, pero no lo suficiente para desperezar
el día. Como si el cielo quisiera archivarlo cuanto antes.
En la calle, de rato en rato, cruzaba un automóvil y se notaban
sobre el silencio algunos pasos, jirones de conversaciones, que
el dolor hacía subir y bajar. Era un atmósfera irreal,
postiza para un ciudad que tiene costumbre del caos, de la agitación.
Dicen que en Madrid se inventó el 'microsegundo', esa mínima
porción que pasa entre que un semáforo se pone en
verde y un aluvión de bocinas reclamando prisa. Ayer no.
Nadie pitaba. Los conductores, como en una burbuja, viajaban pendientes
de las radios. Antes de comer, ya pudieron comprar las primeras
ediciones de los periódicos. Sobre las páginas les
esperaban las instantáneas del horror, su peor rostro.
Sin trenes ni accesos
Casi nadie llegaba al centro. Cerca de 60.000 viajeros
se quedaron en los andenes, sin trenes a los que subir. Las carreteras,
detenidas, atraparon a miles de automovilistas. El metro tampoco
pudo ajustar sus medidas a la magnitud de la tragedia: el servicio
quedó suspendido en la Línea 1, justo bajo la Puerta
de Atocha. También permanecieron detenidos los vagones que
surcan la Línea 5, entre Marqués de Vadillo y Ópera,
y el tramo a cielo abierto de la Línea 9B, la que va a Arganda
del Rey. Esto es, las que pasaban cerca del terror.
De hecho, ayer sólo los madrileños que
duermen en el centro vieron el despertar de su ciudad. Atónitos
y atemorizados. Clavados en su propio temor. Su incredulidad irrealizaba
lo que acababan de oír y lo que veían en las pantallas.
«Muchos se han quedado en casa por miedo», confiesa
un vecino de la capital. Llorando o a punto de. Miedo por ellos
y, sobre todo, por los suyos. El miedo se hace siempre sitio, por
bien que se cierre la puerta. «Nunca he sentido Madrid así.
Todo el mundo conocía a alguien que pasaba esta mañana
por la estación». Cierto, Atocha es uno de los crisoles
de Madrid. Todo el mundo se sentía víctima. «Tengo
un vecino, con el que siempre echo la partida y no lo localizamos.
Venía de Torrejón, y a esa hora», relata un
taxista.
Teléfonos saturados
El miedo precedió a la angustia. Madrid sufrió
con el cable de un teléfono anudado al cuello. O a la espera
de la melodía de un móvil. Cuando la noticia de la
tragedia se extendió, todos se tiraron hacia el teléfono.
Y ahí se detuvo el tiempo. Madrid se sintió en el
círculo de un reloj sin horas. No funcionaban las líneas
telefónicas: estaban saturadas de tanta angustia. Entre las
ocho de la mañana y las doce del mediodía, los móviles
estuvieron encharcados, sin dar respuestas, alimentando la duda.
De nueve a diez de la mañana, el número de llamadas
se multiplicó por ocho. Sin respuestas. El horror. Padres,
hijos, amigos, conocidos..., se buscaban sin encontrarse. Silencio
en la calle y en las casas. Sentimientos retenidos. El servicio
de Emergencias 112 recibió más de 4.000 llamadas de
familiares de posibles víctimas.
Poco a poco, el asfalto del centro recibió
a sus inquilinos, aunque nunca sin superar el 40 por ciento del
tráfico de un día normal. Los coches sólo dejan
el casco histórico durante los fines de semana, los eventos
deportivos, las manifestaciones o..., en el horror. Bajo los edificios
que la peor jornada había dejado de guardia, las tiendas
seguían despobladas. En El Corte Inglés de la calle
Goya, junto a la sede del Ministerio de Interior, sólo se
veía entrar y salir a los coches recelosos de la Policía
y a las autoridades que hacían frente a la crisis.
Y en La Castellana, en la arteria de Madrid, los voluntarios
aguardaban con su sangre borbotanto para donarla. Tan cerca de la
otra sangre, la derramada en Atocha. Una hilera de policías
motorizados esperaban órdenes. Otra fila, ésta de
autobuses, estaba citada con nadie. En un paisaje irreal, una señora
se acerca a los donantes y reparte pegatinas contra el terrorismo.
Sobre ella, como fuera de foco, los carteles electorales recuerdan
la normalidad perdida, la que se llevó el 'otro once de septiembre',
el que vació el centro de Madrid, el que convirtió
la ciudad en un enorme cadáver.
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