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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Transcripción de la conferencia de Charles Powell- 2

Algo muy parecido a lo que podría decirse del movimiento obrero. Realmente, el que surgía en los años 50 y 60 era un nuevo movimiento del proletariado que no tenía nada que ver con el de los años 30, con el de la Segunda República. La industrialización y el crecimiento económico -nuevamente comprobamos la paradoja de la modernización- dieron lugar a la aparición de una nueva clase obrera urbana e industrial, y esa misma modernización económica impuso unos criterios de productividad que requerían, a su vez, que los interlocutores de los empresarios y de las autoridades sindicales fuesen genuinamente representativos. Aquello dio lugar a una ley que yo consideré una de las más importantes de la época, la Ley de Convenios Colectivos del año 1958, que fue aprovechada con gran habilidad por los nuevos movimientos obreros, sobre todo por Comisiones Obreras. En aquellos momentos y en aquel contexto, fue posible, por primera vez desde la Guerra Civil, empezar a utilizar el instrumento de la huelga como elemento en las negociaciones salariales; tanto es así que, por ejemplo, en el año 1970 se produjeron 1.600 huelgas y en 1975, unas 3.500, es decir, a pesar de que el derecho de huelga no estaba reconocido formalmente por la ley, se producía un notable ejercicio del mismo.

Así que en las elecciones sindicales del año 1975, las últimas celebradas en vida de Franco, triunfaron las candidaturas de la oposición sindical. Pero algo más importante que esta actividad, que es muy conocida, es que el contexto social y económico de los años 60 y 70 hizo posible la aparición incipiente de una nueva cultura política. Esta nueva clase obrera industrial, a diferencia de la de los años 30, que trabajaba en un contexto mucho más hostil, no era maximalista; a partir de los años 50 y 60 adquirió el hábito de negociar, y por lo tanto valoraba el pacto, la posibilidad de llegar a él.

Por cierto que estos cambios sociales y económicos a los que me vengo refiriendo también provocaron, en buena medida, la desafección creciente de la Iglesia católica. Como todos ustedes saben, al principio, la Iglesia católica apoyaba con entusiasmo -en algunos casos, con reticencia, pero por lo general, con entusiasmo- al régimen de Franco, y éste le correspondía haciendo que ese nuevo sistema político fuese un Estado confesional. Y he aquí, de nuevo, la paradoja: por el hecho mismo de ser confesional, ese Estado, ese régimen político franquista, era vulnerable a la "fiscalización" permanente de la que era objeto por parte de la Iglesia católica; por ejemplo, en el ámbito laboral, o en el ámbito de la defensa de ciertas minorías. En otras palabras, al invitar a la Iglesia a participar activamente en el desarrollo del propio sistema, de alguna manera, el Régimen estaba socavando sus propios cimientos. Todos ustedes recordarán que en los años 60 la Iglesia empezó a distanciarse del Régimen, debido, en parte, al impulso exterior que supuso el Concilio Vaticano II -que Fernando García de Cortázar conoce mucho mejor que yo porque lo ha estudiado con detenimiento- y, en segundo lugar, como respuesta a los propios cambios sociales que se producían en la sociedad española: a una creciente secularización y a una incipiente desafección de esa nueva clase obrera urbana y de esas nuevas clases medias cada vez más ilustradas y quizás también más exigentes.

Por último, en lo referido a estos cambios sociales y económicos, también es posible que el rapidísimo desarrollo que se experimentó en aquellos años influyese en el surgimiento de ciertos movimientos nacionalistas en la periferia de España, más concretamente, en Cataluña y en el País Vasco. Observen, por ejemplo, que en el caso del País Vasco, la inmigración de personas procedentes de otras partes de España era, nada más y nada menos, de 256.000 personas entre el año 60 y el año 70, es decir, en una década, y que la población vasca entre el año 50 y el año 70 aumentó en un 62% frente a una media nacional española de un 25%. Tanto es así que en el año 1996, solamente el 62% de los cabezas de familia del País Vasco habían nacido aquí. Con esto quiero decir que me parece indudable que la llegada masiva de personas procedentes de otras partes de España en busca de trabajo y de nuevas oportunidades suscitó graves problemas de convivencia. Grandes problemas si observamos las percepciones existentes en relación con su propia identidad de algunos sectores de la sociedad vasca. Algunos autores han interpretado, por ejemplo, la creación de ETA en el año 59 precisamente como una reacción desesperada por parte de ciertos sectores de la comunidad nacionalista que sucumbieron a una sensación de amenaza.

Esta violencia que a partir de los años 60 se traduce en forma de asesinatos sería, según estos autores, la expresión de una impotencia que refleja, a su vez, el declive de ciertos aspectos de la cultura vasca, como el conocimiento del euskera. Por lo tanto, en cierta medida, la violencia podría ser interpretada más como una expresión de debilidad que como una expresión de fortaleza y de seguridad. Y esa debilidad estructural de la cultura vasca y del propio sentimiento nacionalista, que no abarcaban a la mayoría de la población en ningún caso, no fue suficiente para actuar como elemento aglutinante de esa futura identidad nacionalista, a diferencia de Cataluña, donde también se produjo una enorme inmigración pero en la que, por ejemplo, el uso del catalán era mucho más extenso, en la que existían publicaciones en catalán, en la que el conocimiento de las costumbres y de las tradiciones estaba más arraigado. Por eso digo que tal vez la locura terrorista de los años 60 podría interpretarse como una expresión de impotencia.

En todo caso, es importante reconocer que éste y los otros cambios sociales y económicos mencionados surgieron en vida de Franco, y esto es bastante notable en el enorme impacto que supuso, como ya he dicho, la incipiente aparición de una cultura política democrática. Evidentemente, las encuestas realizadas en aquellas épocas no ofrecen absoluta fiabilidad, pero es interesante observar que en todas ellas va aumentando progresivamente, a partir finales de los 60 y principios de los 70, el sentimiento democrático de la población. Por citar solamente una, en el año 1974, eran ya el 60% de los encuestados quienes decían que preferían que decidiera un grupo de personas elegido por los ciudadanos, y solamente un 18% quienes afirmaban que una sola persona decidiera por ellos. Es una encuesta un tanto tosca, pero tiene el valor de formar parte de una larga serie de encuestas con resultados parecidos a lo largo de esos años. Precisamente de esta larga serie se extraen interesantes conclusiones acerca de cómo ya en esa época se valoró muy positivamente el objetivo de adherir España a la Comunidad Europea. Y si digo que resulta interesante es porque la Comunidad Europea se vinculaba muy estrechamente a los valores democráticos al uso en la Europa occidental. Así pues, en el año 73, por ejemplo, el 74% de la población afirmaba ser partidaria del ingreso, frente a un 5% que no lo era.

Sin embargo, todos estos estudios también parecen sugerir que la población española todavía valoraba la paz, la estabilidad y el orden por encima de conceptos como la justicia, la libertad o la democracia. Esto no debe sorprendernos; es indudable que esta nueva cultura política y democrática de la que estoy hablando surgió en el contexto de un régimen autoritario de larga duración, 40 años de dictadura, y que además ese Régimen era el resultado de la cruenta Guerra Civil, por lo tanto, habida cuenta de estos datos, quizás no resulte tan sorprendente como pudiera parecer a primera vista. En definitiva, este énfasis que se ponía sobre conceptos como paz, estabilidad y orden no significaban, en mi opinión, que el crecimiento económico, la mejoría en el nivel de vida, etc., permitieran afirmar que el Régimen había tenido éxito en su esfuerzo por legitimarse, ni que la mayoría de la población se identificara con él. Existe un estudio de principios de los años 70 según el cual el 50% de la población se manifestaba indiferente en términos políticos, el 15% se manifestaba partidario del régimen de Franco y un 25% decía ser partidario de un sistema democrático. Yo doy más valor, en cambio, a otra encuesta retrospectiva, realizada en el año 1980, en la cual se preguntaba a los encuestados qué pensaron, qué desearon que sucediese cuando murió Franco; como resultado, casi la mitad afirmaba que quería un cambio gradual, el 17% se pronunciaba por un cambio rápido, radical, y el 13% deseaba que todo siguiese más o menos como estaba. Así que, como digo, el retrato que tenemos de esa sociedad de principios de los años 70 es la de una sociedad básicamente desmovilizada y, en buena medida, políticamente indiferente.

Tampoco hay que olvidar que esa desmovilización obedecía, en parte, como he dicho antes, al recuerdo muy vivo de la Guerra Civil y a la amenaza que todavía representaba la represión de muchas actividades contrarias al Régimen. Además, esta considerable despolitización a la que hago referencia es digna de reseñar -sin subestimar, por ello, todo lo anteriormente dicho-, ya que, en mi opinión, esto es decisivo para entender lo fundamental: por qué no triunfaron ni los partidarios de una postura continuadora ni los defensores de la ruptura radical. Los primeros olvidaron que los españoles querían paz y orden, pero también mayores libertades y la posibilidad de participar, y los segundos ignoraron que España, los españoles, querían democracia y libertad, pero no a expensas de la paz y el orden. Por lo tanto, según mi punto de vista, la alternativa intermedia que al final triunfó, mezcla de reforma y ruptura, lo hizo básicamente porque mereció el apoyo mayoritario de la población española. Por desgracia, el País Vasco fue una excepción; quizás la polarización a la que había dado lugar el propio fenómeno terrorista hizo menos viable y menos atractiva la alternativa reformista, así parecían sugerirlo, al menos, los resultados del referéndum sobre la Ley para la Reforma en diciembre del año 1976.

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