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Transcripción conferencia
"MITO Y POESIA: ALREDEDOR DE LA ODISEA" de Luis Alberto
de Cuenca 2
Y es que, hablando de mitos y de poesía,
me surge sin querer la Odisea. En ese poema homérico
la distancia entre cielo y tierra, entre dioses y hombres, es
apenas perceptible. Los dioses conocen, como Calipso, la tristeza
de la renuncia. Los hombres saben, con sensatez experta, extraer
dulce miel de la flor triste de la vida: es cierto que la muerte
nos espera, y las puertas sombrías del Hades, y los prados
de pálidos asfódelos, pero el sutil e invisible
lazo que el optimismo crea para reunir vivos y muertos y volver
menos tétrica la mansión de las sombras es algo
que no ignora el cantor de Odiseo. Y ello a pesar del desconsuelo
que supone la declaración de Aquiles en los Infiernos
(canto XI, versos 489-491):
Preferiría ser labrador y
servir a otro, a un hombre pobre
e indigente y sin gloria, que ser rey en el país de los
muertos.
Porque, cuando Odiseo narra al fantasma
que se llamó en el mundo Aquiles las hazañas de
su hijo Neoptólemo,
el alma del Eácida, el de
los pies ligeros, se fue a buen
paso por la pradera de asfódelos, gozosa de que le hubiesen
participado que su hijo era insigne (XI, 538-540).
En medio de esta serenidad fantástica,
la matanza de los pretendientes adquiere una rudeza desacostumbrada.
Mientras los cortejadores de Penélope celebran su última
cena, se deja oír la voz tremenda del divinal Teoclímeno:
¡Ah, miserables! ¿Qué
mal es ese que padecéis? Noche oscura
os envuelve la cabeza, y el rostro, y las rodillas; crecen
los gemidos; se bañan en lágrimas las mejillas;
y así
los muros con los hermosos intercolumnios están rociados
de sangre. Llenan el vestíbulo y el patio las sombras
de
los que descienden al tenebroso Érebo; el sol ha desaparecido
del cielo y una horrible oscuridad se extiende por
doquier (XX, 351-357).
Salvo -quizá- esta excepción,
lo trágico se desvanece en el fluir encantado de la Odisea,
del mismo modo que la sangre no huele ni mancha jamás
en el Orlando furioso, por mucho que se derrame. Ni el
horror de la muerte, ni el de la soledad, llegan nunca a contaminar
esa atmósfera primeval, recién lavada, que ciñe
el mythos de Odiseo.
El desinteresado interés de
Homero en la Odisea por su propia creación, esa
luminosa totalidad en la que el Bien y el Mal se entrelazan para
dar con su contraste mayor sabor a la vida, genera un ambiente
de catártica ligereza; el mundo de la Odisea es
un mundo de libertad en el que la sombra del misterioso dominio
de lo trascendente se ha desvanecido; el elemento divino que
circula por el poema de Ulises no se constituye en ley suprarracional,
como en la Ilíada, sino en algo fantástico
y maravilloso que amplía, en vez de limitar, esa esfera
de libertad, y de lo que se sirve el poeta para agilizar los
movimientos de los héroes. De aquí nace un contraste
entre la concreta y profunda humanidad de los personajes homéricos
y el ambiente fantástico en que se mueven; contraste que
no origina desajustes ni problemas y que es, además, el
principal factor del tono particular de la Odisea. Y es
a ese contraste al que debemos el sentido de armoniosa ligereza
y libertad catártica que caracteriza el poema. Como si
los hombres de este mundo, rotos los vínculos de la necesidad,
pudiesen recorrer libremente los caminos del tiempo, convirtiéndose
en Odiseo al simple toque de la vara mágica de una diosa
benévola.
El carácter festivo de la invención
no induce, sin embargo, a la risa; es festivo en tanto que excepcional;
divertido en tanto que son muchas y diversas las posibilidades
imaginativas que el poema despierta en el oyente o lector. En
esto el Orlando furioso se parece también a la
Odisea. El objetivo es la representación de lo
humano. Del mismo modo que, diluido en el ritmo de la danza,
el cuerpo parece desligarse de la ley de la gravedad para obedecer
dócilmente la libre ley de la armonía musical,
así en este mundo poético la fantasía de
Homero representa, bajo la sola ley de la libertad, la vida cotidiana
de los hombres. Y ese fluir gracioso, libre, aéreo, de
azares y vicisitudes nos proporciona el exquisito placer de una
vida liberada de límites, si no es del delicado límite
de la armonía. Y la consciente presencia del poeta, que,
sin sumergirse del todo en su mundo fantástico, lo domina
con madura ironía, impide que la Odisea se convierta
en un simple cuento de hadas (aunque nunca deja de serlo) y transfiere
al poema un hálito plenamente humano, de manera que la
sonrisa cómplice que suscita su lectura es, además,
un guiño de emoción e incluso el tierno disfraz
de un sentimiento.
Ningún hado conduce a Ulises
desde la isla azul de los lotófagos al pulido castillo
del rey Éolo, desde el florido prado marino de las Sirenas
al palacio de la alegre y sensual Circe, sino tan sólo
ese armonioso y fácil vivir en el que cada mal destila
su dulce bien, donde cada suspiro tiene al lado su sonrisa, cada
tristeza su alegría. La evasión de nuestra realidad
histórica, de nuestro tiempo personal, se obtiene, así,
instalando en ellos la maravilla, de tal manera que, no llegando
a salir jamás del lugar en que estábamos, nos encontramos
muy lejos de él, en gozosa fusión de contrarios,
a mayor gloria de la fantasía.
Pero, ¿qué fantasía
es ésta? Si el palacio de Alcínoo fuese tan sólo
un castillo encantando donde, entre una perpetua lozanía
de la naturaleza, perros de oro que ladran y bellísimos
autómatas que escancian vino, viviesen príncipes
fantásticos e irreales princesas, no dejaríamos
de complacernos en el ambiente evocado por el poeta. Pero es
que el generoso Alcínoo es, además de un rey de
fairy-tale, un auténtico emblema de cortesía
humana, del mismo modo que Nausícaa es, además
de una princesa de las Mil y una noches, la más
acabada encarnación de la gracia virginal, exuberante
y, a la vez, esquiva, tímida al par que audaz, transparente
al mismo tiempo que impenetrable. Y los dos están vivos
en la nube fantástica de su Märchen, como
vivos están los demás habitantes de la feliz Esqueria,
y su concreta humanidad se encuadra en un escenario irreal, vinculándose
ambos en términos de estricta y recíproca necesidad
y dando origen a una visión poética en la que lo
real o histórico, sin perder un ápice de su corporeidad,
adquiere vagos y feéricos reflejos, y lo fantástico
o maravilloso, sin perder un punto de su ligereza, retiene algo
de la realidad con la que se funde. Hay una frase de Alcínoo
en el canto XI que resume admirablemente este clima, y también
la identidad primordial entre mito y poesía; Odiseo acaba
de interrumpir su narración, y el rey de los feacios lo
insta a que continúe, diciéndole:
La noche es larga, interminable,
y aún no llegó la
hora de dormir en palacio. Cuéntame, huésped, esas
hazañas admirables (XI, 373-374).
De la misma manera que una piedra arrojada
a las ondas de un lago en calma suscita un temblor de anillos
concéntricos cada vez mayores, así, partiendo de
la realidad estrecha y limitada de la rústica Ítaca,
el poeta de la Odisea nos va alejando por caminos que
conducen a las más variadas regiones de lo maravilloso,
para luego volver a la isla primera, enriquecidos -como en el
poema de Cavafis- con todos los tesoros que Ulises ha obtenido
en moneda de experiencia a lo largo de su viaje. Y ese mundo
de maravillas en el que habitan los personajes de la Odisea
es creado por el poeta con una sagacidad cauta, a través
de peldaños o de círculos progresivos, en una lenta
persuasión que no llega nunca a sorprendernos -la sorpresa
sería una emoción demasiado fuerte y no demasiado
poética-, sino que nos hace aceptar una realidad dominada
por leyes fantásticas que, al mismo tiempo, mantiene vivo
el encanto de su coherencia íntima.
Así, Homero no nos traslada
de golpe al reino de la fantasía. Nos sitúa, en
primer lugar en el palacio del ausente Odiseo, donde los pretendientes
banquetean, lo que constituye una escena de poderoso realismo
plástico; por otra parte, en medio de esas imágenes
de vida cotidiana aparece Atenea, que viene a despertar en Telémaco
la consciencia de la propia responsabilidad, de la tarea que
lo aguarda, ahora que ha dejado de ser un niño. A los
gestos y a las palabras humanas se superpone, como una nota de
color vivo en un cuadro de tonalidades neutras, la desaparición
de la diosa, semejante a un gran pájaro (canto I, verso
320). Este primer indicio se repite en la llegada a Pilos, donde
es también Atenea quien llena de atónito y reverente
estupor a Néstor y a sus hijos, alejándose como
un águila (III, 372). Pero esos toques maravillosos, que
pronto se harán cada vez más frecuentes, hasta
llegar a sustituir por completo lugares convencionales como el
palacio de Pilos o la sala itacense de banquetes, se disponen
siempre en el marco de un vigoroso realismo, de manera que el
elemento fantástico y el realista se funden por milagro
del poeta en un solo elemento que participa de los dos y genera
un nuevo encanto narrativo que, con el precedente mesopotámico
de la salga de Gilgamesh, se perpetuará a lo largo de
los siglos en autores como Chrétien de Troyes, Cervantes,
Borges o Tolkien.
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