LOS VALORES DEL AUTONOMISMO
D. Iñaki Ezkerra
Escritor
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Para hablar de los valores del autonomismo tenemos que empezar por
contarnos nuestra propia historia, por volver a los comienzos. ¿Por
qué deseábamos la descentralización? ¿Qué
esperábamos del Estatuto y de la España de las autonomías
que reclamábamos? Esperábamos la humanización
de lo que hasta entonces no era más que una burocracia polvorienta
y roñosa. Esperábamos "la humanización del
poder", su acercamiento a la vida cotidiana y al individuo concreto,
que el Estado se hiciera próximo y accesible y que nos mirara
a la cara, no que se alejara aún más para desprotegernos.
Esperábamos no sólo otro sistema político, sino
además tener menos miedo a ese sistema. Y el balance que hoy
podemos hacer en el caso vasco es que lo que se ha acercado a nosotros
son las pistolas de los asesinos, las caras de desfachatez de los
corruptos, la chulería de los sectarios, los panfletos publicitarios
de los chantajistas que se aprovechan de nuestro pánico. El
poder se ha deshumanizado más en el País Vasco. Se ha
encanallado paradójicamente no por la burocrática y
kafkiana distancia del tirano sino por hallarse en unas manos cercanas
y mezquinas. De este modo, lo esencial del autonomismo no se ha realizado
en la autonomía vasca. En efecto, coincidimos con los nacionalistas
en una cosa: "No se ha cumplido el Estatuto".
Lo que la autonomía nos iba a traer nos lo ha negado el nacionalismo
a los que no somos nacionalistas. Y además nos ha negado hasta
la vida cotidiana, inmediata, amable que antes teníamos y con
la que no se atrevió a conspirar el régimen de Franco.
El nacionalismo ha conspirado precisamente contra el valor esencial
del autonomismo, contra "la amabilidad de la patria pequeña
que es la autonomía". No estoy hablando sólo de
los escoltados, de los amenazados, de los que tienen un rostro más
o menos público. Estoy hablando de ciudadanos que pueden vivir
tranquilamente en el anonimato y que no corren peligro de ser asesinados
o extorsionados por ETA. Pondré el ejemplo del amigo que, a
pesar de haber nacido en una familia nacionalista y no ser ajeno a
esa cultura, me confiesa un día que lleva años saliendo
del País Vasco cuando llegan los fines de semana y que, cuando
quiere pasar el domingo en un pueblo, ni se le ocurre ir a Bermeo
o a Lekeitio porque no le gusta el ambiente que allí se respira,
porque no se siente seguro, porque percibe en esos lugares una extraña
movilización en la propia vida rutinaria y que la gente ejerce
de vasca hasta para agotar su consumición en una tasca.
¿Qué ha pasado para que alguien así me haga
esa confesión? Si ese amigo, que es de familia nacionalista
-como digo-, se siente así, ¿cómo se sentirá
de vendido quien no está en su caso? Hoy son miles los vascos
que prefieren pasar el fin de semana en Cantabria o en La Rioja antes
que en Lekeitio o en Bermeo. Son datos que nunca nos brindará
el Gobierno Vasco, pero que algo quieren decir. Quieren decir que
la temida fractura social ya se ha producido entre una ciudadanía
tranquila que observa con inquietud y con asco legítimo cómo
sus vecinos andan inmersos, a través del batzoki, el euskaltegi
y otras instituciones de carácter populista, en una permanente
movilización que describió Hannah Arendt en Los orígenes
del totalitarismo, en lo que podríamos denominar "una
militarización del ocio y de la existencia diaria".
Esos datos quieren decir que se ha roto la relación íntima
de confianza que tiene el sujeto con su entorno inmediato, con esa
pequeña patria que es la autonomía. Esto quiere decir
que hay ciudadanos que no sólo no disfrutan del artículo
constitucional que les da derecho a caminar sobre todo el territorio
español y que tienen zonas vedadas en sus ciudades, sino que
incluso sienten como hostil el paisaje y el paisanaje que los rodea.
Cuando miran por la ventanilla del coche no experimentan el impulso
natural de expansión y de empatía del yo hacia la Naturaleza
que se le brinda a los lados de una autopista, sino que ven las sombras
de ETA y de "el otro hostil" en las masas de pinares, en
los campos inclinados, en los manantiales ocultos, en los recovecos
de los acantilados, en un abrupto paisaje vasco donde puede esconderse
la pistola o la bomba. La patria pequeña ya no es un territorio
de felicidad y realización personal, sino un lugar donde se
puede morir acribillado a tiros.
Como he afirmado que "lo que permanece lo fundan los poetas",
lo diré con unos versos de Hölderlin tomados de su poema
"El retorno a la patria", donde describe exactamente lo
que hemos perdido los constitucionalistas:
"Allá en la llanura del lago había un gozoso ondular
bajo las velas y ahora florece y fulge la ciudad
en la madrugada; ya viene acá guiada por los umbrosos
Alpes y descansa ahora en el puerto la nave.
Cálida está aquí la orilla y hay propicios valles
abiertos;
Hermosamente aclarados por sendas, verdean y brillan hacia mí.
Surgen jardines juntos y los fúlgidos brotes empiezan ya,
y el canto del ave invita al caminante a llegar.
Todo parece familiar, el saludo de prisa al pasar también
parece de amigos, todo rostro parece emparentado".
Que cada uno de nosotros piense en sus sensaciones cuando se acerca
en coche al País Vasco o cuando el avión aterriza en
uno de nuestros aeropuertos, en la sensación al encontrarse
de nuevo con una realidad que no le sale al encuentro como le ocurre
a Hölderlin en ese poema, sino que a menudo le inspira recuerdos
y pensamientos sombríos, esa frase -"otra vez aquí"-
que es en efecto la más parecida imitación que puede
hacer el lenguaje a una sombra.
"Todo parece familiar, el saludo de prisa al pasar también
parece de amigos, todo rostro parece emparentado."
¿Cuánto hace que no tenemos esa sensación? ¿Qué
ha ocurrido para vernos privados de esa experiencia que es la más
elemental del sentimiento de pertenencia a una comunidad y a una tierra?
Sigue diciendo Hölderlin:
"Ah, ciertamente, es la tierra natal, el suelo de la patria,
lo que buscas, está cerca, ya te sale al encuentro.
Y no en vano está, como un hijo, en la puerta rodeada de rumor
de olas y mira y busca nombres cariñosos para ti,
con cánticos, un hombre errante [...].
Una de las hospitalarias puertas de la tierra es ésta,
sugiriendo salir a la lejanía que tanto promete,
allí, donde están los prodigios, allí, donde
lo divino salvaje,
en lo alto de los llanos, abre al Rhin el temerario camino,
y hace salir de entre las peñas el valle jubiloso,
hacia allá, a través de claras sierras, de camino hacia
Como,
o hacia abajo, tal como se muda el día, al lago abierto;
pero más sugestiva me eres tú, ¡oh puerta consagrada!,
para volver al hogar, donde me son conocidos los florecientes senderos,
visitar allá la tierra y los hermosos valles del Neckar,
y los bosques, el verdor de sagrados árboles, donde gustan
las encinas de asociarse con tranquilos abedules y hayas,
y en las montañas me cautiva un lugar amistoso".
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