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AULA DE CULTURA VIRTUAL

Transcripción conferencia Jorge Edwards 3

Yo les quería dar, más bien, una visión, una idea, dentro de la brevedad del tiempo, de lo que es una historia literaria chilena. Yo seguí escribiendo cuentos, ingresé en la carrera diplomática chilena, ingresé en el último grado y por concurso, después de haberme recibido de abogado, y fui un funcionario aplicado; nunca hice relaciones culturales, como pensaba la gente, porque si uno se metía en el mundo de las relaciones culturales en el Ministerio de Relaciones Exteriores antiguo, se quedaba estancado, no llegaba a ninguna parte, asi que terminé haciendo relaciones comerciales. Descubrí que estudiar temas difíciles me daba una cierta independencia y me permitía escribir en los ratos libres, y fui, incluso, fíjense ustedes, delegado de Chile ante el Gat, un acuerdo de tarifas aduaneras y de comercio. Estas cosas eran paradójicas, eran extrañas, pero yo no hacía vida literaria, yo escribía de noche y leía de noche, y de día me dedicaba a estos extraños asuntos que me permitían vivir con una relativa independencia. Bueno, estaba en esa situación, había escrito algunos libros de cuentos, había escrito incluso una novela, una primera novela, El peso de la noche, y llegó el año 70, tiempo en el que yo me dedicaba a las funciones de consejero de la Embajada de Chile en Lima. Este año fue el de las elecciones presidenciales en este país, cuando salió elegido por una mayoría relativa, sólo con un 37% de los votos, Salvador Allende. Se produjó la elección y tuve que viajar a Chile, donde me llevé una sorpresa política muy interesante, y es que Neruda, mi amigo Neruda, que por ideología y por militancia tendría que haber estado entusiasmado por esa elección, no lo estaba; él, que era un hombre muy lúcido al final de su vida, lo primero que me dijo cuando lo encontré fue "lo veo todo negro"; era pesimista sobre el resultado de ese experimento político. Regresé a Lima, y un día me llamaron para decirme "hemos decidido desde el Ministerio de Relaciones que vengas inmediatamente a Chile a recibir instrucciones y vuelvas a La Habana a abrir la Embajada de Chile", porque hacía siete años que Chile no tenía relaciones diplomáticas con Cuba y debían restablecerse. Alguien tenía que ir a La Habana, abrir la Embajada e iniciar las conversaciones con el gobierno cubano, y esa misión me tocó a mí. Entonces, yo hice un viaje absolutamente agobiador porque fui -además, en aviones no tan rápidos ni tan cómodos- de Lima a Santiago, de Santiago a México y, después, de México a La Habana, todo de una sola vez; viajé unas 27 horas, digamos, y dormí unas dos en todo ese tiempo. Cuando llegué a México, me recibió a las cinco de la madrugada la Embajada Cubana completa, y por orden de estatura, curiosamente, porque el Embajador era muy alto y el tercer secretario era muy bajo; asi que me recibieron en fila y por orden de altura en el aeropuerto de México. Volé a La Habana en un avión Soviético, y en ese avión iban dos embajadores escandinavos; yo pensaba que iban muy tranquilos, porque, total, Suecia o Dinamarca no tenían muchos problemas con Cuba, en cambio, yo viajaba como símbolo del restablecimiento de las relaciones de Chile con Cuba. Chile era el primer país de América del Sur que restablecía relaciones con éste, asi que yo esperaba tener que decir discursos en el aeropuerto y cosas de estas, y, por tal motivo, miraba con gran envidia a los escandinavos. Éstos, eran unos gordos muy rosados y muy sonrientes que bebían cantidades inmensas de daiquiri, que es un aperitivo hecho con el ron cubano, por lo que también tenía que estar controlándoles. Finalmente, resultó que -quizás ésta sea una de las paradojas de D. Eduardo-, cuando llegamos a dicho aeropuerto, pusieron una alfombra roja a los dos escandinavos, y a mí, un soldado, me indicó la puerta de los mortales comunes, donde había una cola inmensa y no me esperaba absolutamente nadie, asi que tuve que sacar mis credenciales y mi pasaporte. Total que, después de una larga explicación, me presentaron al jefe de protocolo, y éste me llevó a un hotel en La Habana. Estaba preparándome para descansar después de este viaje agobiador cuando golpearon a mi puerta; abrí y eran tres obreros cubanos que llevaban una caja de cartón inmensa y me dijeron que eso era un televisor y que estaba hablando el compañero Primer Ministro, y que yo tenía que escuchar su discurso. Entonces, colocaron este aparato -era un enorme televisor búlgaro que, dicho sea en homenaje a la industria búlgara, funcionó perfectamente bien- y yo ví a Fidel Castro haciendo un largo discurso sobre el fracaso de una cosecha de azúcar gigantesca que él había planeado; era un discurso difícil, duro, etc. Estaba dispuesto a ponerme a dormir cuando sonó el teléfono y el jefe de protocolo, el mismo que me había llevado al hotel, me dijo "te voy a llevar a comer -comer decimos en América por cenar- a un restaurante de la ciudad", a lo que yo contesté, "hombre, yo comí en el avión, en realidad", pero él insistió y tuve que obedecer y bajar. Me esperaba en su Volkswagen de tipo escarabajo y me llevó a una velocidad absolutamente fantástica; yo pensaba que nos ibamos a matar ,que con un solo coche que hubiera aparecido en La Habana -porque no se veían- nos mataríamos. De todas maneras, cruzamos varias filas de soldados; él mostraba una credencial que era mágica, digamos, y se abrían las filas, y, de repente, me encontré en un lugar, en un teatro muy grande, como tres veces este teatro, detrás de las cortinas, que estaban cerradas, al otro lado, seguía hablando Fidel Castro, y siguió hablando bastantes horas, y finalmente salió de esas cortinas, me lo presentaron, etc, etc, y yo pensé, "ahora sí voy a dormir", pero cuando me retiraron me dijeron "te vamos hacer una entrevista en el Diario Granma", y yo repliqué "pero son los tres y diez minutos de la mañana, a lo mejor podríamos hacer la entrevista mañana", no, no, no -me dijeron-, la entrevista se va a hacer ahora mismo". Me llevaron a dicho diario, a una sala de directorio que era muy bonita, con una mesa muy buena, como de caoba, y se sentaron diez periodistas alrededor de la mesa, y los periodistas sonreían, me miraban, me preguntaban por el viaje, por el avión, por el hotel, y yo preguntaba "¿cuándo va a comenzar esta entrevista?", pero, en ese momento, se abrió una puerta y entró Fidel Castro y se sentó a mi lado; asi que, en realidad, eso era la preparación de un encuentro con el comandante. Bueno, no voy a seguir la historia porque les tendría que contar todo mi libro Persona no grata, y no les voy a contar lo que me dijo Fidel Castro, a pesar de que fue bastante sabroso, interesante y revelador. Lo que les quiero decir es lo siguiente: yo, hasta ese momento, estaba fascinado e interesado y atraído por la idea de escribir cuentos y novelas, de escribir ficción, pero, después de tres meses y medio en esa isla, y como representante chileno en una situación muy contradictoria, porque yo aquella noche me despedí de Fidel Castro a las cinco de la mañana y al día siguiente, a las doce del día, en el hotel, era visitado por escritores de los cuales no todos eran entusiastas del régimen, incluso había escritores francamente disidentes; es decir, ese fenómeno de la disidencia de Europa del Este que conocían todos, también se estaba produciendo en Cuba y nosotros no lo sabíamos. Entonces, frente a esa experiencia tan contradictoria que me obligó a salir de la isla antes de tiempo, yo pensé "quiero escribir esto", "en cierto modo, necesito escribir esto", "si no escribo esta historia, no voy a poder seguir escribiendo otras historias; esta historia necesito escribirla porque escribirla va a ser una especie de desahogo y de liberación necesaria, y me va a permitir salir de ese mundo de lugares comunes en el que, a veces, se mueven los jóvenes escritores. Los jóvenes escritores tienen que descubrir el momento de una verdad que los lleve a salir de la verdad trillada o de las ideas recibidas o de los lugares comunes". Asi pues, sentí la necesidad de escribir esa historia, y pensé, al mismo tiempo, que no podía escribir esa historia ficticia, no podía hablar de una isla imaginaria, con un jefe de Estado que, en vez de llamarse Fidel Castro, se llamara Manuel Pere, por ejemplo, porque la gracia de la historia consistía en el efecto de veracidad; es decir, es distinto hablar de que Fidel Castro me dijo tal cosa a tal hora de la noche en el Diario Granma que hablar de un personaje ficticio que le dijo a otro personaje ficticio tal asunto. El efecto de verdad testimonial ahí no se podía perder, y resulta que yo había sido lector de memorias, lector de libros autobiográficos; a mí me gustaba mucho, por ejemplo, la literatura autobiográfica de Stendhal, Recuerdos de Botismos, Los diarios, etc., y me gustaban mucho Las confesiones de Jean Jacques Rousseau, por ejemplo, y había sido en mi adolescencia un apasionado lector de un escritor de acá que, en cierto modo, es, también, un gran escritor confesional, Miguel de Unamuno; quizás haya sido éste el que me ha llevado a leer a Rousseau, uno de sus personajes literarios favoritos. Asi que estas lecturas y el hecho de haberme visto enfrentado a una especie de experiencia modelo -no modelo en el sentido moral, sino modelo literario, modelo en lo que puede ser una experiencia literaria- me llevaron a escribir este libro sin ficción que fue Persona no grata. Ahora, cuando lo escribí, yo había terminado un borrador de una novela larga, y la novela larga ésa tenía el siguiente propósito: mostrar cómo del mundo del orden en Chile, del mundo de la tradición, de las familias de la burguesía y de la pequeña burguesía, había salido un germen revolucionario, no se sabía muy bien por qué, que había dado lugar a toda esa ruptura de la sociedad chilena que se vivió en los años 70, porque a mí me asombraba que muchos de los revolucionarios más extremos del Partido Socialista, por ejemplo, o del MIR, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, hubieran sido mis compañeros de colegio -había incluso conocido el caso de un chico que le puso una bomba a la casa de un tío suyo-, me asombraba ese germen revolucionario a veces absolutamente extremo y siempre más allá de la razón, digamos, que había surgido en algún momento de la vida chilena. Por eso, escribí una novela con un grupo de personajes de éstos, pero ésta misma, que llevé a Cuba con la idea de terminar, no se cerraba; las vidas de estos personajes quedaban como vidas abiertas y yo quería encontrar algún tipo de cierre a todas estas historias, y cuando me encontré, después de todos los episodios chilenos y del golpe de Estado, en el exilio relativo -porque no era un exilio técnicamente hablando pero era, en cierto modo, necesario para mí-, en Barcelona, me dí cuenta de una cosa: la Historia había intervenido para cerrar mis relatos, las historias -con minúscula- de mi novela, puesto que estos personajes que en mi primera versión quedaban en el aire, en la versión última, tras los hechos comentados, o estaban celebrando el golpe bebiendo champán, o bajo tierra, o encarcelados en el estadio nacional, o escondidos o en el exilio. Asi que fue una experiencia de escritura en la que, en cierto modo, intervino la Historia y cerró todo ese conjunto de vidas ficticias, digamos.

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