La dorada, delicia marina
Carmen Otaegui
Los
extranjeros que nos visitan suelen decir que el español
siente una extraña inclinación por el pescado;
señalan que, a pesar del alto precio que puede alcanzar,
lo llegamos a consumir como si se tratara de un alimento ritual.
No cabe duda de que en tal actitud influye nuestra situación
geográfica: no solamente gozamos de un extenso litoral,
sino que también se dan en él diferentes variedades
de paisajes marítimos y de aguas; y, con ello, abundancia
de especies marinas.
Sabemos que los árabes, ocupantes durante ocho siglos
de parte de la Península, tenían en gran estima
a los pescados. La proverbial fantasía de esa raza fue
aplicada en muchos de los platos de pescado de carácter
suntuoso que preparaban, creando complejas combinaciones de texturas
y aromas coloristas.
Nuestra afición a saborear la mayor variedad posible
de especies marinas tiene, pues, un arraigo secular. La demanda
de los consumidores y comerciantes es tan antigua que hay datos
del siglo VII que refieren las proezas de los pescadores que
se adentraban muchas millas en las peligrosas aguas del norte
del Atlántico para pescar ballenas. Y en el siglo XI se
desplazaban hasta las costas de Islandia y Escocia para capturar
bacalao. No es de extrañar la inclinación por un
alimento tan preciado, que revela tantas añoranzas marinas.
Por eso, a lo largo de nuestra historia, los tratados de cocina
han ofrecido multitud de recetas de pescados, siempre con variaciones
impuestas por la estacionalidad y la región. Recetas que
abarcan una lista interminable de preparaciones tradicionales.
Por eso, ahora, y como producto de temporada, presentamos
un pescado, la dorada, con el que se pueden preparar platos distintos
y originales, con toda la esencia del mar. Si cada mes trae su
pez, los días primaverales nos traen, entre otros, la
dorada, exquisita en cualquier mesa.
Se trata de un pescado blanco o magro, de color grisáceo
y tonos amarillentos, dorados o plateados hacia el vientre, de
lo que se deriva su nombre. Busca Isusi la llamaba «la
dama de nuestras costas» por su hermosura, y Capel, en
su Manual del pescado, dice que por su aspecto podría
compararse a una odalisca marina cargada de abalorios.
Su consumo es tan antiguo que el griego Arquestrato ya recomendaba
«asarla entera, aunque mida diez codos». Admite numerosas
preparaciones: al horno, con un poco de aceite de oliva; en salsa,
como la tomaban los griegos, acompañada de frutas; estofada
con verduras, y asada a la sal. Ese lecho salino en el que se
cocina hace el milagro de ofrecernos sus carnes dulces, jugosas,
riquísimas. Se puede servir con salsa mayonesa u holandesa,
con patatas o, simplemente, con ajo y aceite.