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Verdaderamente, aquello de hacer la vida en la cocina ha pasado a la historia. Antes, se hacía vida de aquella costumbre cotidiana que era invertir el tiempo.
En la cocina se hacía la vida, porque estaba dispuesta al calor y para el alimento. Se animaba a la mesa y al fuego. Pero, ahora, la cocina ya no es un cobijo, excepción hecha en el ámbito rural, y se ha convertido en una estricto escenario de la labor culinaria y corta, además. Entre la cocina económica, de carbón y leña, y el microondas existe un camino que corre en favor de la técnica y con una clara pérdida de escenario. La cocina se ha quedado, un poco, para lo suyo: aséptica, con abundantes pertrechos sofisticados y, además, con obsesivo brillo. Aquella cocina de antes, y que hoy ya no existe, era fundamental en todas las casas: era el centro de las horas inmóviles; era, por lo menos en mi recuerdo, el lugar de las labores más modestas como coser, estudiar y de más... Y se ha convertido en un espacio tecnificado y museístico. Está claro que el tiempo transforma las costumbres y los modos de vida; y también, las casas y sus espacios. Recuerdo cómo se vivía en la cocina, un lugar lleno de momentos infinitos, de aromas perennes que aún hoy me resulta difícil de olvidar. Recuerdo como en mi infancia la cocina era, además, un amparo, porque de ella salías al cuarto beltza, negra y fría despensa de aperos y viandas, y al pasillo, aún más oscuro. Por la noche, el último en acostarse cambiaba la bombilla de la cocina por una de 220 v., porque de lo contrario se fundiría a la mañana siguiente. Lo más grande de la cocina era aquella mesa suspendida de la pared y de banco corrido, muebles suficientes para estar quietos, reunidos y hablando. Porque la cocina me trae imágenes del invierno. Siempre se han contado cosas al amor del fuego bajo en pleno invierno y, sobre todo, en Navidad cuando la cocina recobraba su mayor prestigio. Recuerdo aquellos corderos asados en una especie de burduntzi, sofisticada caja de música con sistema de relojería en el que se tostaba la pieza de carne al girar durante varios minutos hasta que se acababa la cuerda y había que volver a darla. Los días y las noches casi se enlazaban. Con todo, y añorando aún la cocina económica, lo único que nos queda es reflexionar sobre lo que comemos y lo que bebemos sin ningún tipo de petulancia y, por supuesto, sin perder la actualidad de comer y beber como algo imaginativo, hablando, incluso, de la cocina local, considerada local en su acepción mínima.


Coordinación y Diagramación: BECSA
Textos: Mikel Zeberio
Fotografía: Mikel Alonso

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