La búsqueda del tesoro
SETAS. Una cuidadosa selección
de las especies comestibles y el respeto al bosque,
claves de la pasión mitológica
LAURA CAORSI
Del desinterés a la euforia, del
bosque a la ciudad, de la gastronomía al turismo
y de lo académico a lo popular. Pocas actividades
han cambiado tanto -y en tan poco tiempo- como la recolección
de setas. Lo que antes era terreno de la Ciencia, hoy
es pasión de multitudes. Los hoteles rurales
ofrecen rutas por el bosque, incluso en las provincias
que no tenían tradición setera, como Burgos
y Soria, donde ahora se promueve el micoturismo. Las
asociaciones de expertos abren sus puertas a nuevos
socios. Las complejas enciclopedias coexisten con guías
de principiantes. Y los libros cohabitan con Internet,
donde se multiplican la información y los foros.
¿Qué es lo que ha pasado? Que el gusto
por las setas ya no se limita a comerlas.
Lo sabe bien Xavier Laskibar Urkiola,
uno de los mayores conocedores de la diversidad micológica
de nuestro país. Miembro desde 1965 de la Sociedad
de Ciencias Naturales Aranzadi -que el próximo
fin de semana celebra unas jornadas de recogida y exposición
en San Sebastián- y fundador de su sección
de Micología, Laskibar es un libro abierto en
todo lo relacionado con el mundo de las setas. No en
vano está considerado como la máxima autoridad
de Euskadi en la materia. A sus 82 años, su saber
y su experiencia le permiten hablar no sólo de
los hongos, sino también de la transformación
social y del cambio. «Cada vez hay más
gente interesada en la recogida - dice-. Durante los
fines de semana se ven muchísimos coches y las
personas van al bosque a tropel».
Sin duda, buscan Naturaleza, hacer turismo al aire libre
y disfrutar de la tranquilidad, aparte de la emoción
de la búsqueda del tesoro vegetal que esconden
los bosques. La paradoja es que, para ubicar los sitios
idóneos, muchos recurren a la tecnología:
el GPS, para no olvidar dónde están las
manchas; los SMS y el correo electrónico, para
avisar a los amigos o dar cuenta de la última
exitosa recolección. «Con esto de Internet
y de los móviles, la gente se entera enseguida
», explica Laskibar. Porque el trabajo, en sí,
no es sencillo. «El fin de semana pasado, mi hermano
trajo de Lekumberri dos docenas de hongos. En cambio
yo, que estaba cerca de Alsasua, no vi ni uno»,
pone como ejemplo el experto para ilustrar la dificultad
de encontrarlos.
En realidad, en toda búsqueda hay un mismo suelo:
las setas crecen en los bosques. Pero el clima incide
mucho, y no sólo en las especies. La falta de
lluvias o una ráfaga de viento sur pueden resultar
nefastas. «El martes pasado fue un mal día.
El viento seco detiene el crecimiento de las setas,
que necesitan mucha humedad», señala Laskibar.
Su trabajo de campo le ha permitido darse cuenta de
que «cada vez hay menos ejemplares» en España
y el resto de Europa debido al cambio climático.
«Ya no salen tantos hongos como antes. Es verdad
que los micólogos somos sus mayores depredadores,
pero el calentamiento global y los gases tóxicos
arrasan con todo».
Contaminación aparte, el primer consejo que ofrece
a los novatos es «madrugar, levantarse bien temprano
para adentrarse en el bosque». «Basta con
que amanezca para que la gente ya esté ahí.
Si uno llega un poco tarde, se habrán llevado
las mejores setas», advierte. A propósito
de las categorías, Laskibar recomienda los boletus,
típicos de la estación otoñal.
«Para algunos, las setas más sabrosas son
las de primavera. Para mí no. Me gusta el boletus
y la seta amarilla, creo que son las más ricas
y, además, son abundantes y de gran tamaño.
Hay algunos ejemplares que llegan a pesar hasta dos
kilos», expone.
Un privilegio natural
Aunque, como dice el refrán, en
la variedad está el gusto. Y esto se aplica a
la perfección en el País Vasco, donde
existen más de tres mil especies de setas, comestibles
«y de las otras». Este dato, que desde el
punto de vista botánico se traduce en «riqueza
y privilegio natural», representa un gran problema
para quienes «van alegremente al bosque»
sin tener mucha idea de micología, toxicidad
y envenenamientos. «Por cada seta comestible hay
dos o tres especies venenosas que se le parecen muchísimo»,
detalla Laskibar. «No es fácil distinguirlas
y no basta con mirar en un librito».
De ahí, su segundo consejo: «La
persona inexperta debe ir siempre acompañada
por alguien que sepa de verdad». Si no es posible,
las sociedades micológicas ofrecen, por lo general,
asesoramiento durante los lunes. «Nosotros, por
ejemplo, recibimos a muchísima gente que nos
trae sus setas para que las evaluemos. Hemos evitado
así varios envenenamientos ». Y este punto
es de suma importancia, pues las toxinas de los hongos
no comestibles pueden provocar desde alucinaciones hasta
la muerte. «Muchos atacan al sistema digestivo,
pero también al hígado, los riñones,
los músculos y el cerebro. A las setas hay que
tenerles respeto». Y, si es posible, un cuchillo
a mano, pues no se pueden extraer de cualquier modo.
«Los hongos deben sacarse con un cuchillo, pero
no para cortarles el pie por la mitad, sino para desenterrarlos
enteros», precisa Laskibar. Y agrega que las variedades
más venenosas tienen, casi siempre, un bulbo
en la parte baja. «Si se cogen con la mano o se
cortan, ese bulbo queda enterrado y es importante verlo».
Otro indicio de toxicidad se descubre al partirlas.
Al parecer, la carne de las buenas no se pone azul en
contacto con el aire, aunque el micólogo subraya
que «siempre hay excepciones» y que «es
peligroso fiarse ». «Si uno no está
seguro, es mejor no comer o, en todo caso, preguntar».
En ese sentido, el conocimiento sobre los hongos no
se limita a la clasificación de sus especies
o a los mejores métodos de conservación.
También tiene que ver con la Historia. Por ejemplo,
con la odisea de una seta «muy rara», originaria
de la Isla de Tasmania, en Oceanía, que sólo
crece en el sur de Francia y el norte de España
como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. «Se
trata de una seta de color rojo, muy bonita y llamativa,
cuya forma recuerda a los tentáculos de un pulpo»,
describe el especialista. «Resulta que esta especie
sólo existía en Tasmania, hasta que los
expedicionarios europeos trajeron sus esporas»
al viejo continente. «En principio, crecieron
en Burdeos, luego en el interior de Guipuzcoa y, de
allí, se extendieron a la costa». Hoy pueden
hallarse en Vizcaya, Santander y Asturias. «Apasionante,
¿verdad?», interroga Laskibar.
Más información:
Soc. Aranzadi ( T 943466142)
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