José Mestanza Domínguez lo vio claro ya siendo crío, pues con tan solo 17 años vendió su moto Vespa y a cambio de 7.000 pesetas, puso rumbo a Asturias para comprar salmón. En su cabeza rondaba obsesivamente la idea de ahumar, así que se agenció una buhardilla y comenzó a experimentar para poder convertir su pasión en oficio. Corría 1961, el salmón tenía precios prohibitivos, así que José probó con el boquerón y ¡eureka!, pleno en la diana. Pero dejémonos de historietas porque el meollo del asunto está en su salmón, ya sea en plancha, precortado, el especial o el centro de lomo: todos son una exquisitez fuera de serie. Tienen un toque de humo muy tenue que permite disfrutar de la calidad del pescado, con una textura firme y delicada y son tremendamente jugosos. Si el salmón es la perdición, la trucha no le va a la zaga, con una grasa infiltrada de aúpa, quizás la mejor que hayamos probado en tiempos, aunque tampoco desmerece el bacalao fileteado en aceite de oliva, sabroso a más no poder. Nunca fue tan provechoso para la humanidad que alguien se desprendiera de una moto.