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Falsa Etiqueta
La moda confunde al comensal y
le lleva a prescindir de productos más asequibles y
de mayor calidad
Rafael García Santos
La sociedad, a través de
distintos mecanismos como la familia, la educación o el
marketing, condiciona la mente humana. Una de las condiciones
imprescindibles del gourmet es la inteligencia, además
del sentido innato del buen gusto, de la salud, de la formación,
de la pasión por el goce, de la desinhibición mental,
de la necesidad de experimentar nuevas sensaciones, del criterio
personal En otras palabras, saber discernir al margen de los
valores triunfantes en ese momento.
Porque en gastronomía las verdades son siempre temporales
y las más fundamentadas son aquellas que sirven para crear
el nuevo futuro, que es una evolución del pasado, al que
termina por superar. Sólo la inteligencia cuestiona permanentemente
los criterios y las calidades. Y hay ejemplos prácticos:
es evidente que todo el mundo prefiere un jamón de cerdo
ibérico a un salchichón. Es evidente que casi todo
el mundo está dispuesto a pagar tres veces más
por un kilo de jamón (16.000 pesetas al corte) que por
otro de salchichón (6.000 pesetas).
Pero lo evidente puede no serlo tanto: el 98% de los jamones
que se venden en España como de cerdo ibérico poseen
inferior valor gustativo que la totalidad de los salchichones
que comercializa como de cerdo blanco Casa Sendra. Es decir,
que el salchichón de Vic de esta artesanal y esmerada
empresa el mejor del mundo en su género supera
al 98% de los perniles de pata negra.
Piquillo y solomillo
La razón es sencilla: no hay ni tanta selección
de raza, ni tanta bellota como para alimentar a los miles de
cochinos que demanda y consume el mercado. En consecuencia, un
salchichón perfecto es infinitamente más rico que
un jamón común, que es el común del jamón.
Por lo general, un pimiento del piquillo fresco vale más
la pena que un pimiento morrón fresco. Sin embargo, el
95% de los piquillos de lata ácidos, picantes, sin
aromas rústicos, fulminantemente industrializados, etc.
no pueden medirse, ni de lejos, con los morrones frescos. ¿Por
qué entonces apoquinamos por la conserva un dinero bastante
superior que por el más natural? Un asunto pellejudo.
Mientras en los salones de bodas y banquetes sirven solomillos
infinidad de ellos congelados, en los restaurantes
de gran copete los cocineros exquisitos ofrecen carrilleras.
Ni qué decir tiene que la diferencia de cotización
resulta tan disparatada como en el jamón. ¿Qué
interpretación podemos hacer? ¿Nos timan los chefs
más prestigiosos? ¿Nos engañamos tiernamente
nosotros mismos?
Pescados
Y todo eso acontece en los territorios de la huerta, el embutido
y la carne. En asunto de pescados, la etiqueta rodaballo, dorada
o lubina nacidos y desarrollados en piscifactoría
se valora bastante más que la del atún, que es
silvestre. Los recuerdos merluceros deben de estar más
introducidos en nuestros genes que los de la popular anchoa.
Y tanto es así, que situamos el nombre del pez por encima
de su procedencia, alimentación y frescor. De hecho, la
distancia nos lleva a que la exótica merluza de Disneylandia
siga siendo más cara que la propia anchoa pescada en el
Cantábrico. ¿Acaso nos estaremos haciendo muy cosmopolitas?
El problema es que, al final, nos fabrican las etiquetas y aquí
estamos dispuestos a consumirlas, vorazmente, sin paladear, ni
reflexionar. Sin inteligencia, que es la que determina el criterio
propio.
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