POR IÑAKI AGUIRRE. Secretario de Acción Exterior del Gobierno Vasco.
Al cumplirse cincuenta años de la fundación de la Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea, la tentación de crítica parece difícilmente evitable, en especial si nos dejamos contagiar por el sentimiento pesimista que, tras el doble rechazo en Francia y Holanda, parece haberse instalado tanto entre la clase política europea como entre los mismos ciudadanos. Se podrá achacar a la Unión Europea la escasa atención prestada a la política social y el énfasis puesto en los mercados; el escaso papel de las naciones y regiones frente al protagonismo de los estados miembros; la dudosa existencia de un 'demos' o sentir político europeo y, posiblemente, otra considerable serie de reproches de indudable valor desde la perspectiva ciudadana. Pero, siendo la política, como se dice, el arte de lo posible, parece adecuado valorar, o al menos tratar de imaginar, cuál hubiese podido ser el coste de lo que se ha venido en llamar la NO EUROPA. Si bien es cierto que otra Europa hubiese sido posible, no es menos cierto que los padres fundadores eran conscientes de que, tras la devastadora experiencia de la II Guerra Mundial, el método funcionalista, primero los mercados y después la política, era la única vía posible. ¿Alguien duda de que si se hubiese planteado a las poblaciones de Francia y Alemania un proyecto de cesión de soberanías se habría obteni>do un sonoro fracaso? Han sido los mercados los que han conformado las distintas construcciones políticas a lo largo de la historia moderna, lo que no quiere decir que sean aquellos los que deban configurar o condicionar la forma de convivencia entre los ciudadanos. Es en este contexto donde la crítica continua y constructiva se hace sana y necesaria.
Así, hoy resulta difícil imaginar la no existencia de una Comunidad Europea. En primer lugar, porque la propia evolución social exige la convivencia de determinadas formas de gobernanza que superan los límites del territorio de las naciones y de los propios estados-nación, que fueron, a la postre, quienes dieron origen a la Unión. En segundo lugar, porque los retos políticos, sociales y económicos a los que se enfrenta la sociedad actual exigen un esfuerzo colectivo que sólo puede fundamentarse en una voluntaria cesión de soberanías nacionales. Ya no se trata de que unos pierdan para que otros ganen, ecuaciones de suma cero; se trata de que todos ganen, de que todos ganemos. Las acciones que tomamos a escala local tienen su efecto a escala global y esto, que es aplicable en el interior de la Unión, lo es igualmente a escala planetaria. ¿Cómo podríamos, si no, enfrentarnos a problemas como el cambio climático, el abastecimiento energético, la seguridad, el desequilibrio en la distribución de la riqueza y su corolario, la pobreza y su consecuencia, los flujos migratorios masificados?
Cambios continuos
Pero es cierto que la propia forma de articularse la sociedad ha cambiado y se mantiene un proceso de continua transformación. Las relaciones son cada vez más complejas, menos jerárquicas y más heterárquicas, y la nueva gobernanza, con la que la Comisión Europea se halla comprometida, aspira a lograr la participación no sólo de los ciudadanos sino también de nuevos agentes emergentes, como las regiones, las ciudades o las organizaciones de la sociedad civil. De ahí que, lo que hace treinta o cuarenta años constituyó un éxito y una notable evolución esté hoy en discusión y sea necesario repensarlo. Conserva su validez, pero necesita una nueva dosis de legitimidad y una adaptación a los tiempos; en definitiva, una reformulación.
Tampoco es ajeno a la crisis el espectacular crecimiento territorial y demográfico experimentado por la Unión derivado de sus siete ampliaciones configurando una comunidad de 500 millones de habitantes y veintisiete estados miembros frente a los seis iniciales. Entre los efectos negativos de dicha evolución, se encuentra el hecho de que, no habiéndose reformado en lo básico los mecanismos de decisión, el sistema esté rozando la parálisis. Además, extendidas las fronteras hacia el este, se ha puesto de manifiesto la cuestión, cuasi filosófica, de si la Unión debe contar con unas fronteras exteriores predeterminadas o, lo que viene a ser lo mismo, si Europa cuenta con límites geopolíticos concretos, cuestión ésta tan recurrente como difícil de responder.
Sea como fuere, parece claro que no pueden echarse en saco roto los logros obtenidos tras cincuenta años, entre los que pueden citarse la supresión de fronteras interiores, las libertades fundamentales (de libre circulación de personas, mercancías, servicios ), la moneda única, las formas democráticas de gobierno, el respeto a los Derechos Humanos y, por encima de todo, el mantenimiento de la paz. Resultaría, no obstante, poco prudente pensar que estos logros están plenamente consolidados, y esto sólo se conseguirá en la medida en que los ciudadanos de los distintos pueblos de la Unión, incrementando nuestras redes de relación y colaboración, nos corresponsabilicemos de ello, obstaculizando, así, la tentación de aparición de populismos que tradicionalmente han ocupado el espacio dejado por ciudadanías desencantadas y poco participativas.
El reto de los sujetos
De ahí que la Unión tenga un importante reto en su seno, en relación con quiénes son sus sujetos constituyentes: no sólo los estados miembros sino también las naciones y regiones, ciudadanos y demás actores emergentes deben ser reconocidos e invitados a participar al ser la falta de reconocimiento, hoy más que nunca, una forma de marginación.
En esta línea, deberá superarse el 'impasse' que estamos viviendo tras el bloqueo del Tratado constitucional. Un nuevo Tratado que sintetice y adopte los avances del Tratado constitucional parece necesario, aceptando la palpable diversidad de pueblos y culturas de Europa como un valor y no como un obstáculo; apostando por un sistema donde predomine la mayoría cualificada en lugar de la unanimidad; una Europa policéntrica que apueste por un desarrollo humano sostenible; donde la Carta de Derechos Fundamentales sea vinculante y ampare no sólo a los ciudadanos de la Unión donde quiera que se encuentren, sino también a los no europeos y donde la solidaridad interna y externa sea una prioridad al igual que la defensa de la sociedad de bienestar, característica de la mayor parte de los pueblos y estados europeos.
Si los europeos, desde el respeto a la diversidad, somos capaces de trabajar juntos en este camino, no sólo daremos una adecuada respuesta a los desafíos locales y globales, sino que podremos, incluso, presentarnos como modelo a seguir por las demás áreas políticas del planeta que, con probabilidad, van a ir configurándose. Europa, siguendo a Monnet, continúa dependiendo de nuestra capacidad para tejer más y más solidaridades de hecho.
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