Negociadores en la sombra

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POR J.M. AREILZA. Profesor de Derecho Comunitario.

Defender los intereses nacionales en Bruselas obliga a una diplomacia que combine firmeza y espíritu europeísta. España ha contado para ello con un grupo de técnicos de gran solvencia


A finales de los años setenta los términos democracia y europeización formaban parte en España de un mismo imaginario, compartido por amplísimos sectores ciudadanos. En efecto, el objetivo prioritario de la adhesión a las Comunidades Europeas fue promovido por partidos políticos de muy distintas ideologías. Este gran consenso para que formáramos parte del club de democracias avanzadas y prósperas de nuestro entorno dio fuerza a los negociadores españoles durante el largo proceso de preparación del país y de establecimiento de condiciones y períodos transitorios por los socios de la entonces Europa de diez Estados miembros. En 1986, por fin se superaron las largas esperas, los vetos y los temores. Más de veinte años después, España es una de las historias de éxito de la integración europea y se ha convertido en un interlocutor permanente y respetado en todas las decisiones importantes, a pesar de que en los últimos años nuestra presencia en los niveles políticos más altos de Bruselas se haya desdibujado, por razones coyunturales de política doméstica.

En cualquier caso, España es hoy un estado miembro, no un estado soberano según las categorías del siglo XIX y, en mayor o menor medida, tiene que tener en cuenta el contexto europeo en todas sus decisiones de política doméstica o exterior. La asociación permanente al resto de la Unión nos ha permitido obtener importantes beneficios de tipo político, social y económico. Sin embargo, el beneficio más importante que obtiene España del proceso de integración europea tiene naturaleza política y consiste en ayudar a su propia integración nacional. Es cierto que un Estado ve limitadas sus competencias y alterada su forma de gobernarse por su participación en la Unión. Sin embargo, la integración en buena medida ha reforzado a los estados y ha permitido a los gobiernos seguir formulando un proyecto común, el de integrarse en Europa. Además, el proceso europeo contribuye a desenmascarar concepciones anticuadas y peligrosas de la soberanía, muchas veces regionales. De este modo, la Comunidad ha servido para preservar, limitar y renovar las identidades nacionales. Todavía hoy cumple esa función.

Nuestro país ha combinado una defensa férrea e inteligente de intereses con un europeísmo activo y práctico, manifestado en la continua propuesta de nuevas ideas y proyectos para la UE, teniendo en cuenta los intereses generales y los valores que deben guiar el proceso de integración económica y política. Así, Felipe González convenció a Helmut Kohl y a François Mitterrand para crear la ciudadanía europea y reforzar la cohesión económica y social hasta convertirla en una política con una dimensión importante. José María Aznar trabajó codo con codo con Tony Blair y Romano Prodi para lanzar la agenda de reformas económicas de Lisboa y con el Gobierno alemán para impulsar el espacio de libertad, seguridad y justicia. Ambos jefes de Gobierno españoles consiguieron fortalecer la política comunitaria de diálogo político, cooperación y libre comercio hacia Iberoamérica y hacia el Mediterráneo Sur, apenas existentes hasta 1986.

Cuestión de Estado

Realmente se puede decir que la política europea de España ha sido una cuestión de Estado, con una continuidad de objetivos y estrategias, al menos durante los primeros 18 años. Detrás de esta solidez de argumentos, hay que reconocer la labor de muchos ministros y de comisarios que han dado prestigio a nuestro país -Marcelino Oreja, Loyola de Palacio, Pedro Solbes-, pero también el trabajo callado de un grupo de expertos europeos del que normalmente sólo se habla en círculos especializados, y que han sido en buena parte responsables del aumento de capital político de España en las instituciones europeas.

Los mismos negociadores técnicos de la adhesión formaron a una nueva generación de altos funcionarios, normalmente diplomáticos y economistas del Estado, que a su vez han seleccionado a un grupo más joven al que transmitir su experiencia y visión. Sin ánimo exhaustivo, nombres como Carlos Westendorp, Pedro Solbes, Fernando Mansito, Vicente Parajón o Pablo Benavides fueron clave en los primeros tiempos y tras su labor dieron paso a un gigante de la negociación comunitaria, Javier Elorza, representante permanente de España ante la UE tanto con Felipe González como con José María Aznar, cuya capacidad de trabajo, fiera firmeza y dominio de los dossiers más complicados ha sido legendaria en Bruselas.

El embajador Elorza estuvo bien acompañado en su generación por Ramón de Miguel, Emilio Fernández Castaño y Alberto Navarro y tiene dignos sucesores en Miguel Angel Navarro, Alfonso Dastis y Carlos Bastarreche. Este grupo ha servido a las órdenes de gobiernos de signo bien distinto y ha garantizado la continuidad y la solidez de la posición española en el Consejo de Ministros de la UE. Ha sido un ejemplo feliz y poco frecuente de especialización dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores, aunque en ocasiones se haya echado en falta una mayor reflexión a largo plazo detrás de sus decisiones sobre prioridades españolas.

Desde esta Secretaría de Estado de Asuntos Europeos en Exteriores se ha coordinado a otros ministerios y a comunidades autónomas en la negociación de asuntos comunitarios, un ámbito donde se necesita la experiencia negociadora y la capacidad de formulación del interés general del Gobierno. La historia de éxito de España en la Unión Europea no se entiende sin la labor del día a día de éstos y de muchos otros expertos españoles, que nos han representado en Bruselas.