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Un país que no aceptó la invasión del aliado

Por Miguel Artola.

La ejecución de Luis XVI (21-I-1793) dio lugar a un conflicto continental en el que participaron media docena de paises. La campaña de los Pirineos evolucionó desfavorablemente y la paz de Basilea (22-VII-1795) restableció las relaciones con Francia y la guerra con el Reino Unido. El golpe de Estado de Brumario (9-XI-1799) llevó al general Bonaparte al poder y el tratado de Luneville creó el reino de Etruria, vinculado a la Corona española, y amplió la colaboración militar. La paz de Amiens (1802) inició una corta etapa de paz, que no llegó a los dos años. España consiguió permanecer al margen a cambio de una contribución a los gastos de Francia hasta que Napoleón, ahora emperador, la obligó a entrar en guerra (18-XII-1804). La decisión militar se produjo en Trafalgar (20-X-1805) con la derrota de las flotas aliadas, suceso oscurecido por la victoria de Austerlitz en diciembre. La hegemonía francesa se confirmó con la derrota de Prusia y la paz con Rusia (julio de 1807), y la introducción del bloqueo continental contra las mercancías británicas.

A partir de este momento, procede abrir el objetivo para limitar el campo, con objeto de describir la crisis dinástica que se hizo pública en España. La hostilidad del príncipe de Asturias hacia el príncipe de la Paz, el favorito que gobernaba la Monarquía en virtud de una disposición del Rey y había emparentado con la familia real al contraer matrimonio con la hija del infante don Luis. Cabe imaginar que ambos temían por su futuro, si no por su vida. En 1807, Godoy creyó que había encontrado la solución a su problema, al ofrecerle el emperador un principado en el sur de Portugal, a cambio del libre tránsito y la colaboración militar en la expedición destinada a cerrar los puertos de Portugal. El mismo día que se cerraba el tratado de Fontainebleau, el príncipe de Asturias se dirigió al emperador, sin conocimiento del Rey, para solicitar la mano de una princesa imperial. Godoy pudo pensar que era la ocasión de acabar con Fernando, hizo creer al Rey que había un complot para destronarle, le acompañó al cuarto del príncipe, que quedó confinado en sus habitaciones, preparó la orden de detención de sus consejeros y la petición oficial para la retirada del embajador francés. Un decreto del día 30 de octubre hizo público el descubrimiento de una trama para destronar al Rey. Napoleón negó la evidencia y ofreció al embajador español una brillante representación de la cólera imperial, durante la cual se le escapó que Fernando estaba bajo su protección. Este, por su parte, solicitó humildemente el perdón de los reyes, que se hizo público el 5 de noviembre. Cualesquiera que fuesen sus ideas, la acción contra el príncipe había fracasado y no cabía esperar que sus consejeros serían castigados y ni siquiera separados.

Carlos IV ratificó el tratado de Fontainebleau (7-XI-1807), cuando la primera de las 22 columnas que formaban el I Cuerpo de observación de la Gironda se encontraba en la raya de Portugal y la última se acercaba a Burgos. Dos meses después de la conquista de Lisboa (30-XI), Junot había convencido a Napoleón de que los portugueses no aceptarían a Godoy. No hubo división de Portugal y éste, frustrado, ordenó el regreso de las dos divisiones que habían cubierto el avance de los franceses. En febrero de 1808, Napoleón ordenó la ocupación de la ciudadela de Pamplona con vistas a una eventual anexión del territorio al norte del Ebro y en marzo Murat recibió la orden de marchar sobre Madrid con cinco divisiones de infantería y dos de caballería. Ante la evidencia de la invasión, Godoy no se atrevió a declarar la guerra pero contemplaba la retirada de la corte hacia Andalucía y en caso necesario a América, como había hecho la familia real portuguesa. Los consejeros del príncipe de Asturias se dieron cuenta de que la única oportunidad de llevarlo al trono era un golpe de Estado con la colaboración de la Guardia Real, la única fuerza armada disponible en Aranjuez. La multitud amotinada no podía tener otra procedencia, hipótesis confirmada por la falta de noticias acerca de los movimientos de la guardia desde la noche del 17 hasta la tarde del 19 de marzo. La desaparición de Godoy provocó la inquietud, tanto de los reyes como del príncipe. Al hacerse presente en la mañana del 18 proporcionó a los conspiradores el medio de presión necesario para forzar la renuncia de Carlos IV. La noticia oficial de la ascensión de Fernando VII fue publicada por el Consejo el día 20 y el nuevo Rey hizo pública su voluntad de estrechar lazos con Napoleón.

Entrada en Madrid

El 24 de marzo hicieron su entrada en Madrid Fernando VII y Murat, con quien había entrado en contacto la infanta María Luisa y había recibido una carta en la que la reina solicitaba su protección, a la que podía acompañar el decreto de 21 de marzo, que anulaba una abdicación obtenida por la fuerza. La respuesta de Murat fue enviar a su edecán para ofrecer a los reyes la protección de sus tropas, traslado que se produjo antes del 8 de abril. En un momento crítico, sin instrucciones del emperador, decidió no reconocer el cambio dinástico, al dar a Fernando el tratamiento de príncipe de Asturias. La noticia de la abdicación llegó a Napoleón el 27 de marzo y de inmediato tomó las medidas para colocar en el trono a Luis, el rey de Holanda. Se le ofrecían dos caminos para dar una apariencia de legalidad al cambio dinástico que preparaba: obtener la renuncia de Fernando VII en su favor o, de resistirse éste, restablecer a Carlos IV. Para llegar a una decisión necesitaba a ambos en Bayona y la intuición de Murat, que buscaba crear un vacío de poder con la esperanza de ser el elegido, dado que los hermanos del emperador estaban colocados. El 10 de abril, después de crear una Junta de Gobierno para su ausencia, Fernando VII emprendió el viaje, en tanto Carlos IV apremiaba a Murat para que consiguiese la liberación de Godoy. No tuvo mayor dificultad para lograrlo, a pesar de la prohibición expresa del Rey a lo primero, y lo envió de inmediato a Bayona. Tras subscribir un segundo decreto para anular la renuncia, si el anterior no era de la fecha que indicaba, envió a los reyes padres en pos de Godoy. Como remate de una brillante actuación, Murat se permitió ofrecer al emperador el libreto del último acto (21 de abril): «Por fin se encuentra España sin soberano... Ha llegado el momento de que conozca vuestros deseos; el medio infalible para que sean recibidos con entusiasmo es que el príncipe de Asturias devuelva la autoridad a Carlos IV y hacer declarar al padre que no encontrándose en estado de gobernar por más tiempo y seguro de que su hijo no tiene medios para hacerlo, y queriendo contribuir hasta el último momento —aun después de su muerte— a ser útil a su patria, no puede conseguirlo sino rogando a V. M. se encargue de la felicidad de España».

Fernando VII llegó a Bayona el 20 de abril por la mañana, y no había terminado el día cuando Savary le hizo saber que Napoleón había decidido sustituir a los Borbones en el trono de España. El 24, el ministro francés de Exteriores preparó un documento para justificar ante las potencias europeas la sustitución de los Borbones. El emperador, como árbitro, no podía restablecer a Carlos IV contra la opinión popular ni reconocer a Fernando VII, que se había alzado contra su padre apoyado por los ingleses, ni podía dejar a España sumida en la anarquía y en manos de Inglaterra. Las conversaciones con Fernando VII no dieron resultado hasta que llegaron sus padres. El 2 de mayo Carlos IV decía a su hijo: «Yo soy Rey por el derecho de mis padres. Mi abdicación es el resultado de la fuerza y de la violencia. No tengo, pues, nada que recibir de vos». Y sin esperar a su respuesta firmó el tratado por el que renunciaba a la corona. En la mañana del 5, Fernando VII firmaba los dos últimos decretos de su primer reinado: ordenaba a la Junta de Gobierno el comienzo de las hostilidades y al Consejo de Castilla la convocatoria de las Cortes, para que «se ocupasen únicamente en proporcionar los arbitrios para atender a la defensa del reino». El 6 renunciaba a la Corona en favor de su padre y más tarde a sus derechos como príncipe de Asturias, a lo que se sumaron los infantes don Carlos y don Antonio, y el 12 de mayo los tres juntos «absolvieron a los españoles de sus obligaciones»

Olor a sangre

En tanto se desarrollaba en Bayona la farsa de las abdicaciones, la revuelta del dos de mayo en Madrid anunciaba que el cambio sería sangriento. La noticia de los acontecimientos de la corte provocó el levantamiento de las capitales de provincia, en las que gobernaba un capitán general que presidía la audiencia y tenía el mando militar. Eran diez las ciudades que permanecían libres: La Coruña, Oviedo, Valladolid, Zaragoza, Valencia, Cáceres, Sevilla, Granada, y las dos insulares. La Junta de Gobierno y el Consejo de Castilla se sometieron a Murat y ordenaron a las autoridades provinciales el mantenimiento del orden público, en tanto la multitud en la calle exigía la declaración de guerra y la movilización. Algunas de los capitanes generales que se opusieron a la voluntad popular fueron asesinados y se crearon poderes revolucionarios (juntas supremas) que ejecutaron la voluntad popular. En los primeros días de junio, había trece juntas supremas de las que dependía un número indeterminado de juntas de armamento y locales. De la anterior Administración no quedaba rastro, aunque cierto número de sus miembros se habían comprometido al aceptar un lugar en las juntas.

Los levantamientos de mayo-junio habían creado distintos focos de resistencia, que Napoleón esperaba reducir: «Ocupando las capitales, el país se mantendrá tranquilo; mas si continúa la agitación, algunas columnas móviles cayendo sobre los focos y haciendo algunos castigos ejemplares restablecerán el sosiego». La pacificación de las ciudades era un objetivo político, que requería la dispersión de sus fuerzas. Bessieres era el único al que se asignó un objetivo: asegurar la circulación por el camino de Madrid, en tanto los otros tenían uno político: restablecer el orden público. Para asegurar el camino, Bessieres envió una división sobre Zaragoza, en tanto una pequeña fuerza ocupaba Santander y derrotaba con el resto a los ejércitos de las Juntas de Galicia y Castilla en Medina de Rioseco. La campaña de Moncey sobre Valencia fue una marcha de ida y vuelta en la que ni siquiera intentó el asalto. El 24 de mayo, Dupont, emprendía la marcha con un cuerpo de ejército de 14.000 hombres. La marcha escalonada de las unidades no encontró obstáculos, franquearon el paso de Despeñaperros sin oposición y el 2 de junio reunió sus fuerzas. Puso en fuga a los defensores del puente de Alcolea y sometió a Córdoba a nueve días de saqueo, suceso que provocó el levantamiento del Alto Guadalquivir, Sierra Morena y Valdepeñas, con lo que se abrió un vacío de cientos de kms. que impedía las comunicaciones con la

Corte sin impedir el tránsito de las tropas

El 16 de junio se retiró a Andújar, donde permaneció durante un mes, en el que Castaños organizó el ejército de Andalucía: «Me limité –dijo luego– a completar con 2.000 hombres cada regimiento y despaché a sus casas sobre unos 12.000 paisanos que consideraba inútiles, por no querer llevar ningún regimiento que no fuese organizado». Al mismo tiempo, se creaba en Granada un segundo ejército de unos 10.000 hombres a las ordenes de Reding. En los primeros días de junio reunió en Porcuna un ejército de 33.000 hombres, que se organizó en cuatro divisiones. Castaños, jefe de las fuerzas que reconocían a la Junta de Sevilla, asumió el mando, en tanto Savary, que había sustituido a Murat, decidió reforzar el cuerpo de Dupont. La batalla de Bailén, una maniobra envolvente y una eficaz resistencia a los asaltos franceses, condujeron a la capitulación (17.635 hombres hábiles rindieron sus armas) que modificó por completo la situación estratégica. Junot en Lisboa se vio obligado a capitular ante los ingleses y Savary y la Corte josefina emprendieron una precipitada retirada que no cesó hasta que llegaron a Vitoria. El impacto político en Europa fue enorme: ningún ejército francés, ni siquiera el de Egipto, había capitulado. Para el emperador era una afrenta que ninguna victoria podría borrar.

La campaña imperial fue preparada cuidadosamente, la Grande Armée proporcionó la masa de maniobra y la Guardia imperial acompañó a Napoleón, que concibió una gran batalla de aniquilamiento, completada por el exterminio de los fugitivos, a cargo de la caballería polaca. Utilizó las líneas interiores de sus posición en Vitoria para abrirse camino y envolver las alas del dispositivo español. El desarrollo de la campaña se ajustó a sus planes con una única y fundamental diferencia: los soldados desertaron antes de librar una batalla que consideraban perdida, pero los fugitivos no abandonaron la lucha y se organizaron en partidas (guerrillas). La capitulación de Madrid, una ciudad abandonada por la Junta Central y las tropas, no podía compensar la de Dupont. Frustrado, Napoleon abandonó España cuando el Ejército de Soult perseguía a los ingleses de Moore que se habían adentrado en Castilla. El embarque de los efectivos británicos bajo el fuego de los franceses cerró la campaña de 1808.

El efecto inglés

En septiembre de ese año, los delegados de las Juntas Supremas habían constituido un poder central, la Junta Central, que fue reconocida como soberana en España y en América. A lo largo de 1809, la Junta Central levantó varios ejércitos para recuperar la Corte. Dos de estas campañas fueron relevantes. La presencia de tropas británicas en Portugal a las órdenes de Wellesley abrió un nuevo frente. Rechazó a Soult, cuando trataba de ejecutar las órdenes imperiales y se unió a Cuesta para librar la batalla de Talavera. El resultado del combate no fue decisivo, el mariscal Victor se retiro por la noche y los aliados conservaron el campo de batalla. El Gobierno británico, para justificar la intervención militar, celebró el triunfo con premios para el vencedor. Wellesley recibió el título de duque de Wellington y otros honores. En su momento los detractores condenaron la política del Gobierno al denunciar su exaltacion. En el otoño, la Junta Central reunió el más imortante de los ejércitos españoles en toda la guerra, más de 50.000 hombres, para un nuevo ataque sobre Madrid. La falta de disciplina en el combate hizo que, sin apenas combate, la retirada se convirtiera en fuga, en la que la caballería francesa hizo miles de prisioneros. La desaparición del ejército dejó a Sevilla sin defensa y obligó a la Junta Central a renunciar al poder en un Consejo de Regencia, que quedó bloqueado por tierra en Cadiz.

Despues de Talavera, Wellington se retiró a Portugal, de donde no volvería hasta 1812, con lo que hubo dos teatros de operaciones independientes. Soult conquistó Andalucía en 1810 y Suchet, Valencia a comienzos de 1812, momento en que la ocupación francesa alcanzó su mayor extensión. Wellington rechazó a Massena en Torres Vedras. Los ejércitos españoles no superaban los 20.000 hombres y las batallas campales fueron limitadas, en tanto la guerra de guerrillas era la base de la resistencia a los franceses. La Junta Central había asumido la nueva forma de hacer la guerra, al reclamar el carácter militar de los guerrilleros para que los franceses no los fusilasen como bandoleros, en tanto alguno de sus individuos o alguien del Ministerio de la Guerra formulaba la estrategia de la guerra de guerrillas: «Evitar la llegada de subsistencias, hacerles difícil vivir en el país, destruir o apoderarse de su ganado, interrumpir sus correos, fatigarles con alarmas continuas, sugerir toda clase de rumores contrarios, en fin hacerles todo el mal posible». La acción de los guerrillas obligó a dedicar la mayor parte de las fuerzas en la guarnición de las ciudades ocupadas y de los fortines que levantaron en los caminos, para no verse superados si se establecían en lo pueblos, y en operaciones de escolta. La fijación en España de un gran ejército, que tenía 300.000 hombres en 1810 y 350.000 en 1811, fue el resultado de la guerra de guerrillas, cuyas pérdidas debían ser cubiertas solo para ocupar las principales ciudades.

Quema de San Sebastián

La preparación de la campaña de Rusia alteró el equilibrio de fuerzas, al retirar cien mil hombres de España. En junio de 1812, cuando Napoleón cruzaba la fontera de Rusia, en el Niemen, Wellington cruzaba la raya de Portugal. La batalla de los Arapiles fue una victoria decisiva. En un primer momento alcanzó el camino de Madrid al norte de la Corte, movimiento que determinó la retirada de José a Valencia y el abandono de Andalucía por Soult con el mismo destino. Wellington entró en Madrid, pero no quiso ir más allá, en tanto las fuerzas reunidas de los franceses recuperaban la Corte y abandonaron todo lo que estaba al sur. En la primavera de 1813, los ejércitos franceses no llegaban a los 200.000 hombres y en vez de refuerzos enviaban unidades a Francia. Mientras, Napoleón recomendaba el traslado del cuartel general a Valladolid, dejando una corta guarnición en Madrid. La noche del 2 de junio, José ordenaba la evacuación de Valladolid y al día siguiente Welllington reunía sus tropas en Toro. A partir de este momento, los ejércitos marcharon en paralelo hacia el norte, hasta que los franceses encontraron cerrado el camino en Vitoria por las tropas y partidas españolas. No les quedaba más opción que luchar para abrirse camino, cosa que consiguieron con grandes pérdidas. La marcha continuó hasta alcanzar la frontera, al tiempo que San Sebastian fue sitiada e incendiada por los ingleses. Suchet se mantuvo durante unos meses en Cataluña y Napoleón vivió lo suficiente para reconocer que esta «maldita guerra» había sido la causa de su fracaso.


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