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La paradójica cultura del invasor

Gerardo Elorriaga.

Ni rendido a José Bonaparte ni partidario del futuro Fernando VII. «Goya fue, fundamentalmente, fiel a sí mismo y su pintura», sostiene Jesús Gutiérrez Burón, profesor de Arte Contemporáneo de la Universidad Complutense. El pintor de Corte prestó sus servicios tanto a la familia borbónica como al hermano de Napoleón, a los gobernadores franceses y al duque de Wellington, su enemigo inglés, pero, cuando rememora aquellos años de lucha, el interés del artista se centra en el individuo anónimo, quien más pierde en los tiempos difíciles. «No atiende a las grandes batallas ni los hechos heroicos. Su preocupación se centra en los ciudadanos sin nombre y, asimismo, destaca la irracionalidad de opresores y oprimidos, porque, en el clima de violencia, todos pierden la razón y dejan paso al impulso homicida y la saña».
A punto de cumplirse el bicentenario del inicio de la Guerra de la Independencia, una magna exposición recién inaugurada en el Museo del Prado rinde un homenaje al maestro aragonés. Casi doscientas obras se han reunido para conmemorar el evento y, aunque proporciona la oportunidad única de contemplar lienzos de colecciones privadas, caso de ‘Majas al balcón’ y ‘Retrato de la Marquesa de Montehermoso’, la atención se centra en un par de piezas capitales, de gran formato, las dedicadas al Dos y Tres de Mayo de 1808. Conocidas también como ‘La carga de los mamelucos’ y ‘Los fusilamientos de la montaña de Príncipe Pío’, ambas han sido objeto de una precisa restauración y sintetizan la reflexión trágica del autor sobre aquellos sucesos, caracterizados por la degradación y el horror.

Sin embargo, a juicio del especialista, las pinturas y la serie de grabados dedicados a los desastres de la guerra hablan más del autor que del proceso histórico. Tampoco existe la prueba definitiva de esa ligazón directa entre los desmanes de la contienda y la repercusión en la evolución estilística, culminada en un gesto expresivo que parece anunciar las vanguardias del siglo XX. «¿El cambio fue provocado por la violencia? No está tan claro. Parece que la transformación es anterior a los hechos de armas», advierte.

Patrimonio en circulación

En cualquier caso, Goya ejemplifica, como ningún otro creador, la vertiente cultural de un conflicto complejo, establecido a cuatro bandas, en el que se entrecruzaron los intereses de conservadores y liberales, nacionalistas y afrancesados, hasta desembocar en una guerra civil condicionada por la ocupación y la irregular presencia de las tropas galas. Aquellos seis años tuvieron consecuencias de todo tipo, tanto político, con la redacción de la primera Constitución y el aliento de la emancipación colonial, como económico por la destrucción del aparato productivo y la incidencia negativa sobre la ya maltrecha red de infraestructuras.

Asimismo, la invasión y la contraofensiva española repercutieron sobre el patrimonio artístico, la creación e, incluso, la fisonomía urbana. Curiosamente, tuvieron lugar procesos paralelos, unos positivos y otros devastadores, derivados de la existencia de una nueva autoridad central, la establecida por el ‘rey republicano’ que preludiaba el Estado liberal. El reto de sostener la Administración en un territorio hostil dio lugar a medidas de todo tipo, algunas movidas por la urgencia de estabilizar y sostener la poderosa maquinaria bélica, y otras destinadas a desarrollar una política similar a la establecida en el país vecino.

En el plano cultural destacan las consecuencias de las leyes de desamortización sobre los bienes en manos de las ordenes regulares. Llevada a cabo para saldar la enorme deuda pública, puso en circulación un gigantesco patrimonio que alimentó museos y bibliotecas, además de generar un intenso tráfico de objetos de valor. «Supone una nueva forma de gestionar el arte, propia de la sociedad burguesa», apunta María Dolores Antigüedad, catedrática de Historia del Arte de la UNED. «Hasta entonces, no se habían producido ventas según las reglas habituales del mercado, ni se celebraban subastas. Por supuesto, tampoco existía la figura del marchante, ligada al coleccionista privado, una presencia emergente vinculada a la ascensión de nuevos grupos sociales. A partir de ahí, nada será igual».

Bonaparte también introducirá el concepto museográfico moderno e impulsará su difusión en el nivel provincial. La voluntad pública de la institución josefina no tendrá nada que ver con el proyecto impulsado por su sucesor en el trono, puesto que la posterior fundación del Museo del Prado se relaciona con la necesidad de dotar de espacio a las posesiones privadas del reaccionario Fernando VII.

Junto a este afán renovador y otras propuestas de estabilización y desarrollo, se suceden los atropellos y la barbarie, aunque buena parte de las batallas tuvieron lugar en el campo abierto. La utilización militar de antiguas fortalezas o la devastación gratuita asolaron algunas de las edificaciones más sobresalientes de la península, como el castillo-palacio de Benavente, estancia de monarcas desde el siglo XV. Asimismo, ciudades como Burgos, Córdoba o Cuenca sufrieron el pillaje de la soldadesca francesa o inglesa, o la rapiña de los gobernadores.

Ante la incapacidad del rey para extender su dominio directo y efectivo más allá de los límite de Madrid, estos militares gozan de una gran autonomía en la gestión de las plazas. Si bien son capaces de fomentar nuevas medidas para ganarse el favor ciudadano, la mayoría aprovecha el cargo para hacerse con grandes fortunas personales a través de la compra de los bienes enajenados y el simple hurto, además de explotar los recursos de la población para sostener a las tropas.

A ese respecto, cabe destacar la pasión del mariscal Soult por las obras de Zurbarán y Murillo. De este último, a su paso por Sevilla, se hizo con la imagen de Santa Catalina, proveniente de la iglesia homónima, o la Inmaculada del Hospital de los Venerables, recuperada en 1941 tras un intercambio de piezas entre las pinacotecas del Prado y el Louvre. Entre otras razones estratégicas, la derrota del general Dupont en Bailén estuvo ligada a la falta de movilidad de su destacamento, lastrado por los lentos carromatos repletos con el botín conseguido en la capital cordobesa.

Ante la noticia del desastre acaecido en la localidad andaluza, el rey José abandonó la capital no sin antes seleccionar las mejores obras del tesoro real, incluidos cinco lienzos de Rafael. Buena parte de esas riquezas fueron recuperadas en el interior del equipaje real, capturado tras la derrota en Vitoria, aunque Fernando VII cedió un buen número de piezas al duque de Wellington. El oficial británico se hizo con unas extraordinarias posesiones procedentes del Palacio de la Granja, fundamentalmente pintura italiana y flamenca.

Cambios en las ciudades

La desamortización también implicó transformaciones en la retícula de algunas ciudades donde la ocupación fue más prolongada, con especial relieve en la fisonomía de Madrid y Burgos, que aprovechó para ampliar su paseo del Espolón. En la capital, la expropiación de edificios religiosos dio lugar a proyectos urbanos que combatían la colmatada trama de origen medieval y generaban nuevos espacios urbanos. Se produjeron derribos, caso de la iglesia de los Mostenses, y se procedió a la apertura de calles y nuevas plazas, dotadas con fuentes de agua potable. Los gobernadores alojaron las tropas en antiguas fincas eclesiásticas y crearon cementerios en la periferia de las villas.

En sintonía con la teoría arquitectónica de finales del siglo XVIII, el Estado se dotó con nuevos equipamientos que implicaban nuevas competencias. Dentro de ese nuevo proceder, cabe señalar la puesta en marcha de hospitales o mercados, como el surgido en el anterior emplazamiento del convento sevillano de la Encarnación, y que atendía a modernos parámetros de eficacia e higiene. El mariscal Suchet emprendió también una intensa actuación para ornamentar Valencia, mientras que el general Thibaut, que controlaba Burgos, alarmado por las desastrosas condiciones de salubridad de la población, emprendió tareas para dotarla de una red de canalizaciones y alcantarillado. También tuvo la peculiar idea de trasladar el sarcófago del Cid desde el monasterio de San Pedro de Cardeña hasta una plaza de la ciudad, para honrar mejor al caballero, aunque la iniciativa no llegó a cuajar.

 


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