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SOCIEDAD
La revolución silenciosa

Con rapidez pero sin traumas, se han adoptado estilos de vida y patrones de comportamiento que en muchos aspectos son ya equiparables a los europeos

CÉSAR COCA

Isabel G. tiene 25 años. Ella no recuerda, claro, cómo el fondo musical de TVE durante los funerales de Franco (Adagio de Albinoni y Marcha fúnebre de la Heroica de Beethoven, repetidos hasta la náusea) servía para que su madre la arrullara cuando apenas tenía dos meses. Aquella España en blanco y negro que se asomaba con vértigo a un futuro de incertidumbre se parece bien poco en lo social a la de hoy, al filo del siglo XXI. Isabel, la mayor de tres hermanos, lo comprueba al compararse con su madre: terminó hace dos años sus estudios de Empresariales, trabaja en una asesoría fiscal que formó con tres compañeros, vive con su familia y no tiene prisa por dejar el hogar.

Bajo el mismo techo, Juana, superados ya los cincuenta, ve muy lejos su Bachillerato elemental y un curso posterior de secretariado, y su trabajo en una oficina, abandonada luego al contraer matrimonio. Isabel ha coqueteado en algún momento con las drogas blandas, ha vivido intensamente los fines de semana, aunque ahora trasnocha menos, tiene un novio con quien quizá se vaya a vivir a medio plazo como paso previo a una boda civil, toma anticonceptivos ­no desea quedar embarazada por lo menos hasta los treinta años­ y recuerda ya con dificultad la cara de aquel primer amor, recién llegada a la Universidad, con quien conoció los secretos del sexo. Juana tuvo un único novio, se casó por la Iglesia y ha planificado, al menos aproximadamente, el nacimiento de sus hijos, aunque en algunos momentos ha sentido complejo de culpa. Nunca ha tomado drogas, sólo fuma en las fiestas y prueba el vino y hasta una copita cuando se reúne a comer con sus amigas, siempre cerca de Navidad, para charlar y recordar con nostalgia cómo vivían sus veinte años. Unas amigas que, al comentar lo que hacen sus hijos, ven con crudeza la distancia que les separa de ellos: la misma que ha recorrido un país que a duras penas se reconoce en aquellas imágenes de vida cotidiana de los nodos o la televisión.

Sin embargo, cuando se para a pensar, Juana tiene la impresión de que la sociedad de aquellos primeros setenta ya apuntaba las líneas generales de lo que sería su evolución tras la muerte de Franco. La gran industrialización de esos años, la creciente urbanización, el cambio de costumbres iniciado por influencia del turismo, el descenso de la natalidad generado por un uso cada vez mayor de métodos anticonceptivos; son sólo algunos datos que explican que el cambio social se inició en España antes de que fuera posible la reforma política. «La modernización no se produce en bloque en nuestro país», explica el catedrático de Sociología de la Universidad Complutense Salustiano del Campo, autor de numerosos informes sobre la realidad social española desde hace más de treinta años. «Para cuando llega una reforma política que nos homologa a Europa ya se han dado grandes pasos de reforma económica y social. Avances que, salvo en el caso del turismo, que se fomentó desde los poderes públicos, no fueron en ningún caso fruto de una voluntad planificadora».

Lo que sucede a partir de la transición es, por tanto, una revolución silenciosa, la aceleración de un proceso modernizador que la sociedad reclamaba. En palabras de Adolfo Suárez, se hizo legal lo que en la calle ya era real. Y en la calle era real la crisis de un modelo patriarcal y autoritario de familia y de un sistema de creencias y valores dominado sin fisuras por la Iglesia católica; era real la reclamación de una participación de la mujer en la política, el trabajo, la cultura y el sexo en pie de igualdad con el hombre; era real, en fin, la quiebra de un sistema educativo que no garantizaba el pensamiento libre ni la igualdad de oportunidades.

Familia
Menos miembros y nuevos modelos

Los cambios en el contexto familiar fueron de gran trascendencia. La incorporación masiva de las mujeres al trabajo, con vocación de permanencia y no sólo como etapa breve hasta el matrimonio, y la recuperación de sus derechos civiles tuvieron como consecuencia un notable cambio de roles en el hogar. De forma paralela, el número medio de hijos por mujer en edad fértil caía en algo menos de tres décadas desde 2,8 a 1,16, por debajo del nivel de reposición de la población. Dicho en términos comparativos, España pasó de ser uno de los países europeos con tasas de natalidad más elevadas a figurar a la cola del mundo. Así que Juana, que tiene tres hijos, probablemente no tendrá más de tres nietos.

En paralelo, el número de abortos descendía desde los 300.000 estimados para 1975 hasta los aproximadamente 50.000 anuales que se registran ahora. También se ha rebajado notablemente la edad de la primera relación sexual, mientras se disparaba el consumo de anticonceptivos. Y el número de divorcios, contra los temores expresados al principio de la transición por los antidivorcistas, aún no llega ni siquiera a la mitad de la media europea, aunque está en aumento. Además, las parejas de hecho son todavía muy pocas ­algo que puede asegurarse con certeza pese a la falta de datos­ y el número de familias monoparentales está aún muy lejos del de países del centro y el norte de Europa. Pero la existencia de nuevos modelos de convivencia, al margen del tradicional, es un hecho. Otro asunto es que esta auténtica revolución familiar no se haya visto acompañada por un cambio de similar entidad en la dotación pública de plazas de guardería o residencias para la tercera edad, carencias fundamentales en la España de fin de siglo.

Religión
La Iglesia pierde protagonismo

Divorcio y aborto se legalizaron en España contra la opinión de la Iglesia católica, cuya influencia ha descendido en términos dramáticos. Porque lo significativo no es que el porcentaje de españoles que acuden semanalmente a misa haya bajado casi diez puntos y ya esté apenas en el 25% ­Juana no suele perderse la misa dominical, su hija no recuerda la última vez que fue a un templo, salvo para una boda o un funeral­, sino que la Iglesia ha dejado de ser suministrador de valores a la sociedad. «En estos años se ha producido una pérdida de confianza en las instituciones tradicionales de la religión y como consecuencia se ha abierto un foso entre la jerarquía católica y los fieles», explica Víctor Urrutia, catedrático de Sociología de la Universidad del País Vasco, que fue director general de Asuntos Religiosos en la época de Belloch como ministro de Justicia.

Esa pérdida de influencia de la Iglesia ha propiciado la sustitución de los valores católicos tradicionales por otros no estrictamente religiosos. La ecología, las nuevas psicologías, los referentes nacionalistas, son elementos disponibles en el nuevo supermercado religioso en el que cada ciudadano toma lo que le parece para hacerse una religión a la carta. Y los que desean una guía espiritual más directa, unas pautas de vida concretas al margen de las dictadas por Roma, tienen a su disposición una amplia gama de nuevas religiones con líderes atractivos y grandes operaciones de mercadotecnia que a veces, advierte Urrutia, tienen un riesgo para los fieles. Un riesgo que también corren los algo más de 200.000 españoles enganchados a las sectas, en ciertos casos destructivas, un fenómeno que prácticamente no existía en 1975.

Valores
Convicciones poco fimes

No son los valores vinculados al catolicismo los únicos que han perdido terreno en la sociedad española. Juana e Isabel discuten más de una vez por ello: la madre ve en la hija escasa capacidad de sacrificio y la acusa de vivir demasiado el presente y tener un código moral bastante relajado, aunque también reconoce que la chica, como en general toda su generación, puede ser muy solidaria cuando es preciso. «Los valores dominantes a mediados de los setenta eran la paz y la justicia social, y un poco más tarde ya surgen con fuerza la libertad y la democracia», explica Francisco Andrés Orizo, sociólogo, investigador principal para España de la Encuesta Europea de Valores.
A medida que pasaban los años algunos de esos conceptos perdieron fuerza y fueron sustituidos por otros: la igualdad de género, el localismo, el pacifismo. Y, sobre todo, una fuerte volatilidad de las convicciones y las lealtades compensada con un alto grado de tolerancia, que se plasma en el hecho de que España es el país de la UE con menor rechazo a los inmigrantes, según destaca Andrés Orizo.

Modernidad
Más europeos, también en lo malo

España, en definitiva, se ha acercado en otros muchos aspectos al estilo de vida imperante en el entorno: han aumentado la laboriosidad y la puntualidad, por ejemplo, pero también la delincuencia, algo que genera un especial temor cada fin de semana en Juana y su marido como en todos los padres de las decenas de miles de jóvenes que se echan a la calle por la noche. Y en ningún otro sitio de Europa han fallecido tantas personas víctimas del sida (30.000, y hay otros 120.000 enfermos o infectados).

Nuestros hábitos horarios aún están lejos de los del continente en cuanto a la comida, el trabajo o el sueño, y las ciudades españoles son más sucias y ruidosas, pero en cambio a uno y otro lado de los Pirineos abunda la vulgaridad. «Este país no va tan bien cuando los personajes más populares son cuatro analfabetos que gruñían en un concurso de televisión», dice con rotundidad Salvador Giner, catedrático de Sociología en Barcelona. Y advierte, para poner el contrapunto a un balance que en lo social y en términos generales parece positivo a juicio de los especialistas: «No sé si no vamos hacia una convergencia real con Europa también en cuanto a estupidez».


Ya no quieren cambiar el mundo

El enorme incremento del número de universitarios y el elevado consumo de drogas durante el fin de semana caracterizan a una juventud muy distinta de la de hace 25 años

«Los jóvenes de comienzos de los setenta querían cambiar la sociedad; los de hoy están a la espera de insertarse en ella». Es el diagnóstico de Javier Elzo, catedrático de Sociología en la Universidad de Deusto y autor de la serie de estudios Jóvenes españoles y el recién publicado El silencio de los adolescentes. A su juicio, junto a ese cambio radical de actitud hay otras dos notas dominantes: «El fabuloso auge de las chicas, que de estar pretendiendo equipararse a los chicos han pasado a ser más en la Universidad y sacar mejores notas», y la explosión de la diversión nocturna en el fin de semana. Porque los jóvenes dividen claramente su tiempo: de lunes a viernes estudian; sábado y domingo se dedican a no pocos excesos, incluido el consumo abundante de alcohol.

Desde luego, hay más estudiantes que nunca: en la Universidad el número se ha triplicado en este cuarto de siglo ­ha pasado de poco menos de medio millón a algo más de millón y medio­, de forma que casi la mitad de los jóvenes de entre 18 y 22 años está matriculado en algún centro académico. Y, para conseguirlo, deben moverse menos que nunca, porque la proliferación de universidades nuevas, con enorme autonomía para diseñar títulos y contenidos, ha conseguido que exista alguna facultad en todas las ciudades españolas de más de 50.000 habitantes o su entorno, con la excepción de Ponferrada y algún municipio-dormitorio.

Otro problema es el de la calidad de la enseñanza que reciben esos jóvenes no siempre ilusionados con sus estudios. La Universidad parece en España no un afán o una vocación, sino el destino natural de un adolescente, como prueba el hecho de que no exista proporción tan alta de matriculados en otro país del mundo, con la excepción de Finlandia. Y en esa situación no extraña que sufran de masificación en las aulas, y que luego, ya al salir al mercado laboral, padezcan también de «'sobreeducación', es decir, de una dotación de educación superior a la requerida por el puesto de trabajo», en palabras de Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, que fue ministro de Educación con la UCD y luego ha presidido la comisión para la reforma de las Humanidades.

De todas formas, la frustración y la apatía generadas en las aulas, que pueden ayudar a explicar ese deseo de inserción en la sociedad real, la del trabajo, se simultanea con el frenesí del fin de semana, que afecta sobre todo a jóvenes de entre 17 y 20 años, y que no tiene parangón en Europa. Un fin de semana en el que es frecuente el consumo de drogas. De hecho, las encuestas revelan que uno de cada dos jóvenes ha probado el cannabis. «Si ese consumo tuvo alguna vez un significado contracultural», explica Elzo, «ahora está casi completamente ligado a la fiesta». Y en muchos casos al sexo, al que acceden los jóvenes españoles con más información «pero sin formación», dice la ginecóloga Isabel Serrano, de la Federación de Planificación Familiar. Ello explica, dice, que siga en aumento el número de abortos entre adolescentes.

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