POLÍTICA
Una lección de democracia
La coronación del Rey,
de la que se cumplen 25 años, abrió el camino para
levantar un sistema de libertades sobre los cascotes del franquismo
MANUEL ARROYO
Más
de doce millones de españoles, uno de cada tres, sólo
han conocido la democracia. El largo túnel del franquismo
es para ellos apenas una lección de Historia, el puñado
de recuerdos que sus padres y abuelos desgranan en la sobremesa;
una pesadilla relatada con contornos que parecen extraídos
de una película fantástica, pero real. Y no tan
lejana. La libertad es casi una recién llegada. Llamó
tímidamente a la puerta con la Monarquía cuando,
en su primer mensaje como Rey, Juan Carlos I se abrazó
a ella y a la igualdad en el discurso de su toma de posesión.
El miércoles se cumplen 25 años. Luego fue ganando
terreno. Como una suave brisa a veces, como un torbellino otras.
Mientras lo hacía, derrumbaba con la piqueta las estructuras
de un régimen autoritario y anacrónico, impresentable
en Europa y condenado a la tumba con la muerte de Francisco Franco,
su promotor. Mañana hace un cuarto de siglo. Sobre los
cimientos de las ansias de libertad de un pueblo y la capacidad
de diálogo de la clase política, España
ha edificado una democracia homologable con las más avanzadas
de Occidente a partir de los cascotes de una dictadura, en un
proceso sin precedentes que ha servido de guía a países
de Latinoamérica y del Este.
Improvisación
«Podemos sentirnos orgullosos de
lo que hemos hecho», se felicita el historiador Javier
Tusell. De la construcción de un sistema de libertades
entre los vencedores y los vencidos de una lejana y sangrienta
Guerra Civil. De la cultura del consenso, hoy desterrada, que
permitió una transición pacífica y modélica
y sentó las bases para la reconciliación nacional.
De la radical transformación experimentada por el país
en todos los órdenes. «La transición no fue
una tarea planificada, sino producto de la imaginación,
de improvisar soluciones a los problemas nuevos que se planteaban
cada día», explica.
«España está irreconocible», subraya
Gabriel Cisneros, ponente de la Constitución por UCD.
El estandarte del cambio, el botón de muestra más
sorprendente, es, a su juicio, el creciente protagonismo de la
mujer. «El gran 'boom' data de 1959, con el Plan de Estabilización»,
sostiene el diputado del PP. «Cuando muere Franco, la sociedad
ya estaba modernizada para su época. Lo arcaico era el
régimen. Por fortuna, cambiar un régimen es más
sencillo que cambiar una sociedad».
Tampoco es una broma. Sobre todo, cuando
acumula cuarenta años y se asienta en unos aparatos del
Estado adiestrados en la represión. Hace ahora 25 años
«salíamos de un franquismo en el que lo único
que había ocurrido es que Franco había muerto»,
recuerda Jordi Solé Tura. «Pero el franquismo seguía
presente en el Ejército, la Policía, la Justicia,
la Administración...», dice el padre de la Carta
Magna por el PCE y hoy senador socialista.
Y siguió estándolo durante
tiempo. El nuevo orden democrático se levantó de
hecho sobre las viejas estructuras, sin ajustes de cuentas con
el pasado y sobre la plataforma de la propia legislación
franquista. Las rendijas que abrían el camino a su reforma
se convirtieron, al final, en las cargas explosivas que las dinamitaron
para construir sobre sus cenizas un andamiaje democrático.
Aunque buena parte del aparataje del régimen había
asumido antes de 1975 que la apertura y la libertad eran la única
salida viable, algunos reductos pretendían prolongar el
franquismo sin Franco. «Un imposible», tercia Cisneros.
«Como una Monarquía que no fuera democrática
y parlamentaria».
El Rey y la izquierda
La Monarquía. La institución
más respetada y valorada hoy por los españoles.
Carne de dudas y polémica hace 25 años. Cuando
don Juan Carlos accedió al trono, fue acogido con suspicacias
por la oposición de izquierda. Al final, se ganó
con hechos su confianza. El PCE y el PSOE terminaron por aceptar
la Corona incluso, con entusiasmo con los años
desde la convicción de que «el problema no era Monarquía
o República, sino democracia o autoritarismo», explica
Solé Tura. Y de que el consenso para armar una democracia
requería, en aquel momento, «asumir la Monarquía
siempre y cuando nos permitiera movernos como si existiera una
República. Así fue».
«Los españoles eran hasta
hace unos años más 'juancarlistas' que monárquicos.
Ahora son sinceramente monárquicos», apunta Tusell.
El Rey árbitro de la escena política, pero
ajeno al juego partidista ha lanzado en este tiempo, y ganado,
apenas dos órdagos. El primero tiene nombre y apellidos:
Adolfo Suárez. El segundo es una fecha mágica:
23-F.
El 3 de julio de 1976, Suárez, un
joven desconocido ligado al régimen, sin proyecto propio,
flexible y ambicioso, fue nombrado por don Juan Carlos presidente
del Gobierno en sustitución de Carlos Arias Navarro el
albacea de Franco, quien ni creía en la democracia
ni conducía al país hacia ella al ritmo que deseaba
el nuevo jefe del Estado. La designación fue una bomba,
una sorpresa mayúscula, a la que sólo los hechos
dieron la razon. Apenas cuatro meses después, las Cortes
franquistas se hacían el harakiri y aprobaban por abrumadora
mayoría una Ley de la Reforma Política que abría
las puertas a las elecciones y a un régimen de libertades.
Aprobada en referéndum el 15 de
diciembre, la transición emprendió una loca y feliz
carrera: amnistía, legalización de sindicatos y
partidos... Incluido el PCE, la bicha negra del franquismo, el
Sábado Santo de 1977. Los nostálgicos de la dictadura
montaron en cólera. El ministro de Marina, el almirante
Pita da Veiga, dimitió de inmediato.
La bronca de Carrillo
Y llegaron las elecciones. Y la mayoría
de UCD en un Parlamento del que surgió, fruto del consenso
y de renuncias mutuas, «una de las constituciones más
progresistas de Occidente», en palabras de Cisneros; unas
reglas de juego llamadas a construir y consolidar un sistema
democrático en el que se sintieran a gusto todos los españoles.
«Eramos conscientes de nuestra responsabilidad histórica,
de que estábamos condenados a alcanzar un entendimiento
entre antiguos enemigos», recuerda Solé Tura, quien
relata una anécdota reveladora al respeto. Cuando el militante
comunista Julián Grimau fue fusilado por el franquismo
el 20 de abril 1963, él ejercía de locutor
de la emisora clandestina Radio Pirenaica. «Hicimos un
programa especial para expresar nuestra consternación.
Una voz iba desgranando los nombres de todos los miembros del
Gobierno, que había aprobado la ejecución. 'Asesino',
gritaba otro compañero tras cada uno. Unos días
después nos visitó Santiago Carrillo».
«Llamar asesinos a todos los
ministros fue un error político mayúsculo»,
nos espetó.
«¿Cómo dices?»
«No todos los ministros estaban
a favor. Y tenemos que empezar a distinguir entre los que estaban
a favor y en contra porque algún día tendremos
que entendernos con ellos».
«La libertad que tenemos es relativa,
un poco condicional», sostiene Marcelino Camacho, quien
denuncia el «incumplimiento» de previsiones constitucionales,
como «el derecho al empleo, a una vivienda digna o la igualdad
real de los ciudadanos. La democracia debe ser algo más
que votar cada cuatro años», subraya el ex-líder
de CC OO y ex-diputado del PCE.
La gran sorpresa de la Carta Magna, lo
más imprevisible, es el Estado de las Autonomías,
explica Cisneros. Lo que surgió como una fórmula
para integrar al nacionalismo vasco y catalán en el consenso
constitucional se convirtió, al final, en un nuevo modelo
de Estado, con 17 comunidades. «La idea de la generalización
autonómica no existe en el momento constituyente. Es fruto
de una espiral reivindicativa liderada por el PSOE ése
era el talón de Aquiles de UCD para evitar supuestos
agravios comparativos».
El PNV, al margen
El PNV, apartado de la ponencia que parió
la Constitución, se desmarcó de ella al interpretar
que no satisfacía plenamente sus aspiraciones de autogobierno
para Euskadi. Su lectura del proceso es muy crítica. «Los
pactos antiautonómicos de 1981, tras el 23-F, implantaron
el 'café para todos' con la pretensión de que los
hechos diferenciales fueran menos diferenciados. Dar soluciones
homogéneas a problemas distintos es un grave error»,
sostiene el ex-senador Mitxel Unzueta.
El 23-F. El otro órdago del Rey.
El desarrollo de la democracia y el Estado de las autonomías,
sumado al bestial e inmisericorde azote del terrorismo una
constante que ha marcado este cuarto de siglo, disparó
el ruido de sables en los cuarteles, donde, en los momentos más
comprometidos de la transición, aún tenían
mando en plaza nostálgicos del franquismo. El estallido
se produjo el 23 de febrero de 1981, cuando un teniente coronel
de opereta Antonio Tejero entró, pistola en
mano, en el pleno del Congreso que debatía la investidura
de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente en sustitución
de Suárez, quien acababa de dimitir quizás para
evitar aquello mismo.
Con el Ejecutivo y el Parlamento secuestrados,
el Rey tomó las riendas de la situación y paró
el golpe. «Aquella noche se consolidó la democracia.
El pueblo tuvo por vez primera la sensación de que no
había marcha atrás, de que la involución
no era posible», apunta Nicolás Redondo, ex-secretario
general de UGT.
Aquel día comenzó a fraguarse
«el cambio». Un año y medio después,
aupado en una histórica mayoría absoluta, la izquierda
llegó al poder de la mano del PSOE por primera vez desde
la Guerra Civil, en lo que constituyó una verdadera prueba
de fuego sobre la solidez de la democracia. El examen fue aprobado
con creces. Con los gobiernos de Felipe González aunque
no sólo por ellos se consolidó el régimen
de libertades, se alejó el fantasma del golpismo, España
vivió una modernización espectacular y los ritos
de la democracia se convirtieron en una rutina, alterada por
la salvaje violencia de ETA.
La pretensión de combatir el terror
con más terror se tradujo en la condena de la primera
cúpula de Interior del PSOE, con José Barrionuevo
a la cabeza, por acciones de los GAL. La corrupción y
el desgaste de trece años y medio en el poder se saldaron
con una nueva alternancia y el acceso del PP al Gobierno en 1996.
«Debemos tener memoria histórica;
no olvidar la situación dramática que vivía
este país hace apenas 25 años y que la libertad
que hemos heredado es fruto de la lucha de mucha gente»,
apunta Leire Pajín, 24 años. Cuando murió
Franco, no había nacido. Hoy es la diputada más
joven del Congreso y la única parlamentaria que sólo
ha conocido la democracia.
La
mayor autonomía de la historia
Veintiún años después
de la aprobación del Estatuto, el debate sobre el autogobierno
de Euskadi, lejos de haberse cerrado, vive uno de sus momentos
más candentes. La superación de la Carta de Gernika,
ya sea como instrumento para satisfacer las aspiraciones del
nacionalismo o como fórmula para avanzar hacia la paz,
ha salido a la palestra a raíz de la firma del Pacto de
Lizarra, primero, y del fracaso de esa aventura, después.
El País Vasco, en el que el PNV
gobierna de forma ininterrumpida desde hace 20 años, solo
o en coalición, disfruta del mayor grado de autonomía
de toda su historia, con una Hacienda y una Policía propias,
una radiotelevisión pública y un Concierto Económico
que garantiza la financiación de las amplias competencias
repartidas entre el Gobierno y las diputaciones. Sólo
el Ejecutivo gestiona un Presupuesto de 861.000 millones. Al
servicio de la Administración trabajan 57.298 personas,
incluidos profesores, empleados sanitarios y ertzainas.
«Nuestras expectativas no se han
cumplido», sostiene el ex-senador del PNV Mitxel Unzuela.
«Las leyes de bases han rebajado el contenido inicial del
Estatuto, que se ha desarrollado a cambio del apoyo del nacionalismo
al Gobierno central de turno en las Cortes. Eso es, pura y lisamente,
chantaje», afirma. A su juicio, el terrorismo ha distorsionado
la relación entre Euskadi y el Estado.
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