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AULA DE CULTURA VIRTUAL

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Transcripción de la conferencia de Juan Pedro Viladrich - 2

El doctor le pregunta: «¿y qué ocurrió luego? ¿Eso fue todo?». «No, no, ¡qué va! -dice Luis-. Nos sentamos a la mesa. Elisa cocina muy bien, por eso yo esperaba una merluza exquisita que sabe guisar de chuparse los dedos. Así que la sirve, y yo, para alabarla, para subrayar su buen hacer, comento que no le ha cogido el punto, que lo borda en otras ocasiones. Nada más decirlo, me suelta: "pues que venga tu madre a guisar". A mí se me enciende algo dentro, como si le metiesen lumbre a un barril lleno de pólvora, y, sin darme cuenta, comento algo sobre su madre ¡Qué situación! Se levanta de la mesa, nos mira a todos y me espeta: "hasta aquí hemos llegado; ya no te aguanto más y delante de tu jefe te lo digo: ¡me voy!". Estuve como dos o cinco minutos allí, en la mesa, solo, porque mi jefe y su esposa también se levantaron. Un drama. Les despedí pidiéndoles disculpas -sólo de pensarlo me muero de vergüenza y de rabia-. Y entonces me dirijo a nuestra habitación -yo iba a matar-; pero cuál era mi sorpresa que allí no había nadie: había hecho las maletas mientras yo despedía a los jefes y se había ido por la puerta del jardín. Así está el asunto. Ya le conté el primer día que está en casa de su madre desde hace dos meses, así que dígame: ¿estoy loco yo o esta loco ella? Yo eso no se lo hubiera hecho a nadie».

El doctor sigue con su interrogatorio: «¿se han visto después?» «Muy pocas veces-prosigue Luis-. Y cada vez que nos vemos, otro broncazo. Es como si me odiara y necesitara destruirme. Le mandé flores y nada; entonces, le compré la tanzanita -una piedra preciosa-que tantas veces me había pedido, un anillo divino, y se lo quedó sin agradecérmelo, sin que eso le ablandase y volviera conmigo. Por esa época, alguien me habló de usted.»

Como ven, se trata del final de una vida matrimonial. No entremos ahora en detalles, por mucho que ustedes tengan curiosidad por saber cómo acabó la cosa; se trata de extraer este flash sobre una escena final para aprender algunas cosas sobre la comunicación que pasan desapercibidas muchas veces.

Sorprendentemente, desde que nacemos hasta que tenemos 25 ó 26 años, la sociedad está configurada de tal manera que se nos introduce en un sistema educativo que se intensifica a partir de los 6 años. A lo largo de este proceso de educación consistente, en parte, en hacernos capaces de entender quiénes somos, quiénes son los que nos rodean, qué es la sociedad, el mundo del trabajo al que nos tenemos que incorporar y cómo nos capacitamos para entrar útilmente en ese modelo social, jamás hemos recibido una clase doctrinal o práctica acerca de lo que es vivir y la comunicación con los allegados, cuando resulta que dependemos de esa comunicación para lograr una armonía psíquica, para no perder la alegría y el sentido de la vida. De lo contrario, de no haber diálogo con el que está a nuestro lado, se produce desmotivación, tristeza, sensación de vida perdida ...; sentimientos, todos ellos, que podemos acusar de una manera más dolorosa a lo largo de la vida.

Por tanto, ¿qué es lo que podemos aprender dentro de este pacto de misericordia recíproca que hacíamos al comienzo?, ¿qué es lo que podemos extraer de este último caso tragicómico como la vida misma? Por lo pronto, que nosotros, al interrelacionarnos, nos comunicamos íntimamente, es una relación íntima de los interiores. Y, cuando eso sucede, somos tiempo con tres sustratos, con tres pisos diferentes; sustratos que debemos identificar inmediatamente porque, en el hábil manejo de éstos, podremos prevenir «a tiempo», como decía la abuela viendo la foto, muchas de nuestras disfunciones, si son pequeñas, y, al mismo tiempo, podremos resolver algunas cosas que han encallado algo, comprendiendo por qué han encallado y en qué lugar de nosotros encallan.

Si nos situamos en la escena anterior, ¿qué es lo que se quería conseguir?: cumplir con el jefe y su esposa para llegar a tener una amistad, por lo que se le pide a la esposa una cierta colaboración con muy poco tiempo de antelación. Pues bien, toda esta escena sería inexplicable si ocurriese el primer día que Luis y Elisa se conocen. Para que ella llegue a decir: «el del pajarito no», es necesario que exista un antecedente biográfico largo, si no es imposible esta respuesta. Y lo mismo para que explote aprovechando que su marido comenta el "punto" de la merluza. Debe haber una gota que desborde el pantano. Si no hay antecedentes, se trata, entonces, de una severa disfunción psicopatológica de la señora -lo cual es improbable-. Esto demuestra que cada uno de nosotros es un estado habitual de nuestra vivencia; un hábito largo, una reiteración de situaciones que se han acumulado generando un modo de estar con el otro. Son muchos días, muchas tardes acumuladas en lo que llamamos hábito, que se diferencia del puro acto del presente, de lo que, ¡chas!, pasa a gran velocidad. Una cena dura una hora y estos hábitos son muchas horas, muchos días, meses, años.

Además, la escena ocurre al final de una tarde; es decir, tiene un momento de presente en el que ocurre. Son las nueve de un día concreto, es la merluza que se cocinó horas antes para esa cena, etc. Si nos colocamos en la posición de Elisa, cada uno de nosotros es aquel presente, aquella tarde, aquel final de tarde.

Ahora bien, en ese presente, están resucitadas y acumuladas situaciones que vienen de tan lejos que Elisa no quiebra frente a una mala cena o un mal chiste, sino que lo hace tras una serie de experiencias en su vida como esposa. Porque nosotros no solamente somos el acto transeúnte, hábitos acumulados; somos decisiones de identidad muy profundas, como el nombre del barco que pasa una tormenta: los malos vientos y las malas olas duran una hora, y el barco lleva acumulada mucha travesía en la estructura, y esa estructura puede tener desgastado el material, pero, además, tiene un nombre; se llama «esposa», o «marido», o «padre», «hermano», «hijo»..., etc. El nombre es la identidad final.

Hay un momento determinado en el que un puro acto, una mala tempestad, conlleva una discusión horrorosa pero no deja nada porque todavía no hay acumulación. A veces, uno llega a su casa con la mejor de las sonrisas y no sirve de nada porque la situación habitual está gastada, así que la sonrisa cae como una losa. El acto muere porque ya está previamente matado por el hábito, y, al final, cuando no hay mejora, la crisis sobreviene al último nivel, que somos nosotros mismos con el nombre que nos damos (marido, mujer, etc.).

El caso expuesto se utiliza para estudiar los tres niveles, los tres planos en los que cada uno de nosotros nos comunicamos con la esposa, con el hijo, con el hermano..., y los que usan los otros cuando se relacionan conmigo. Nos relacionamos aquí y ahora, pero existen hábitos favorables o desfavorables, gastados o desgastados, que influyen. Cuando lo negativo alcance un punto determinado, no sólo se desgastará la estructura, sino también el interior. La persona entrará en crisis en su ámbito final; se planteará si le es posible sobrevivir siendo la definición un día elegida. No obstante, aunque se comuniquen, estos planos se relacionan entre sí. El primer día que conocemos a nuestro amor no hay hábito ni historia. Los tres o cuatro momentos actuales los celebramos suponiendo que el futuro será la repetición feliz de estas tres tardes que hemos salido con el muchacho, con nuestra chica, que el resto de nuestra vida será la reiteración de estos primeros momentos. En ningún caso nos imaginamos esas tres primeras tardes para discutir, todavía no hay saturación.

Sin embargo, la comunicación es tridimensional y compleja. Poco a poco, sobre el aquí y ahora, sobre el segundo que pasa, sobre el presente, se van depositando, entre uno y otro, los surcos, para bien o para mal. Generan una identidad que podríamos denominar larga, como una durata; un trozo de nuestro pasado que, de alguna manera, resucitamos continuamente, con el que vamos al presente, a la vivencia de cada acto, matándolo a veces o iluminándolo fuertemente cuando el hábito de relación entre dos es muy bueno y está muy cuidado. Las dos partes van predispuestas a vivirlo, añadiendo flor al jardín en vez de añadir hiel al barril. Éste se va llenando muy despacio; no hay, durante las primeras llenadas de barriles, por muy dolorosas que sean, un interrogante al nombre final de uno mismo, pero hay un momento determinado en que el hábito negativo se va consolidando, con un peso brutal, sobre el susodicho, y acabamos preguntándonos si nuestra vida puede tener sentido con esta persona o si no me es posible soportar la idea de que el resto de mis actos y de mi vida futura sean a su lado.

Cuando uno supone que esto va a ser así, que va a ser la reiteración sistemática de este estado habitual tan negativo, entramos en la crisis de la bodega final, es decir, del lugar donde el barco tiene el nombre. Cualquier pequeñita tormenta, a veces un simple viento inesperado, desarbola, hace que cruja la estructura y hunde el barco. Y la insistencia de un ligero viento que el primer día no es más que un incidente divertido, al cabo de años, es la gota negativa creadora de un hábito que, finalmente, satura. Así que somos estas tres cosas.

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