YO Y TU, OBJETOS
DE LUJO
Claves para entender la sociedad de nuestro tiempo
Dr. D. Vicente Verdú
Escritor y periodista
Bilbao, 30 de enero de 2006
Pues bien,
la protesta constante por la falsedad de lo que nos rodea nos debe
hacer pensar si estamos quejándonos geriátricamente,
por artrosis. Quizá la situación no es peor. Quizá
la situación, simplemente, es otra. Como no soy precisamente
alguien que utilice los videojuegos ni esté con el e-pod en
los oídos todo el día, me he visto en la necesidad de
investigar sobre las nuevas situaciones hasta llegar a comprender
algo que me parece muy coherente con la cultura de consumo.
En concreto, pienso que
nuestra generación ha vivido una formación a través
del libro. La lectura del libro requiere atención porque, como
todo el mundo sabe, los signos escritos no son nada, salvo un enjambre
de garabatos. Por ello, cuando uno abre, por ejemplo, Ana Karenina,
todos los celos, odios, tristezas y soledades son inculcados por uno
mismo al personaje, puesto que el libro no tiene dentro nada que no
sea nuestro. Sentimos el libro porque le trasvasamos nuestras emociones,
haciendo que vivan en los personajes que hemos descifrado a través
de una sucesión de signos que no tiene más estimulación
sobre nosotros que la que nosotros reciclamos a través de ese
desciframiento. Ahora bien, compárese lo anterior con una película
de efectos especiales, donde uno no puede estar distraído.
El espectador es sacudido por los impactos directos que vienen del
sonido y de la imagen.
Por cierto, incluso en
el cine se advierten cambios. El cine actual es diferente del que
veíamos. Pensemos en el cine de la nouvelle vague francesa,
que era literatura hecha cine. Se prestaba atención a los diálogos,
discutíamos si los personajes estaban psicológicamente
bien trabajados y si eran verosímiles (igual que en las novelas).
Todo eso ha requerido siempre atención, concentración
e intensidad en vertical, mientras que el conocimiento se produce
ahora en pantallas. Pensemos no sólo en el cine, sino también
en la televisión, Internet o las ciudades mismas, donde se
contemplan espectáculos audiovisuales sobre grandes pantallas
colocadas en pasos subterráneos o elevados, en cruces de caminos,
y que lanzan mensajes sonoros. Para quienes aprendimos en un libro
a interpretar, esto nos conduce al aturdimiento.
Recuerdo, por ejemplo,
series de televisión como Starsky y Hutch, cuya trama respondía
a un argumento único y lineal, mientras que en las actuales,
como CIS, hay tres argumentos que se entrecruzan, de modo que, mientras
que los chicos son capaces de seguirlo casi mirando para otro lado,
nosotros tenemos que estar con los cinco sentidos puestos porque nos
vemos incapaces de descifrar lo que está sucediendo. Lo mismo
ocurre también con ciertos anuncios televisivos que no entendemos
-y que corresponden a un aprendizaje visual que las generaciones más
jóvenes han tenido- o con los videojuegos.
Curiosamente, hemos diabolizado
los videojuegos repitiendo un proceso de satanización que se
ha vivido a lo largo de la historia. Se satanizó el vals en
tiempos de madame Bobary, el rock en nuestra juventud, la televisión
y hasta el ferrocarril. Sin embargo, acabo de ver por televisión
-aunque tenía conocimiento de su aplicación en medicina
para enfermedades mentales- que en Estados Unidos se están
empleando videojuegos para ayudar a los chicos a sortear la obesidad
o curarse de ella.
Dentro del videojuego -como
dentro de la televisión- puede haber de todo, porque no es
más que un continente nuevo. Sin embargo, sucede que, además,
los videojuegos no solamente son medios que uno es capaz de manejar
gracias a la habilidad, entrenada desde pequeño, de sus dedos,
sino que además requieren inteligencia de una determinada condición
de la que nosotros carecemos. El jugador interactúa en el videojuego,
y se crean situaciones nuevas no programadas. A diferencia de las
reglas del parchís o del ajedrez, el videojuego va recreando
las reglas -o va creando la historia- de acuerdo con la participación,
resoluciones y actitud del jugador.
Se trata de un mundo completamente
ajeno a nuestra clase de distracciones, diversiones y ocupaciones.
Cuando nos quejamos de que los chicos no leen, hay que pensar que
no tienen tiempo. La generación que ahora tiene ahora entre
doce y veinte años es muy nueva, activa, participativa y rebelde.
Sin embargo, hay que anotar que su rebelión es diferente; nosotros
nos rebelábamos a los veinte años con una ideología
en la cabeza. En cambio, ellos se rebelan ahora con negación.
Es la actitud de los insurgentes
en Francia y la de los jóvenes en general: la abstención.
No votan, no van a clase ni al trabajo y son anarquistas (aunque sin
ideología anarquista). No rechazan la autoridad porque piensan
que en un momento se establecerá una sociedad sin jerarquía,
sino que, simplemente, "niegan porque no" en una fase que,
biológicamente, además, corresponde a la edad en la
que el niño niega para desconcierto de sus padres.
A jóvenes y a mayores
también les sucede esta actitud, contagiados de un momento
histórico en el que las ideologías han desaparecido,
dando lugar a la masa consumidora. Pienso en esas manifestaciones
del "No a la guerra", "No al Prestige" o "No
al Estatut": la gente se junta, explota la protesta y después
regresa a casa. Es algo efímero, breve, que, al igual que sucede
con estas noticias que explotan y se desinflan, deriva en un devenir
de saltos sin proceso histórico: vamos de impacto en impacto
en un presente discontinuo, en una sucesión de presentes que
tienen que ver con la idea de la inmanencia y no de la trascendencia.
Ante este panorama, ¿se
ha acabado todo lo que tenía importancia y valor y merecía
respeto? Hay dos cuestiones que merecen nuestra consideración.
En primer lugar, es preciso poner de relieve que, a pesar de tantas
condenas del consumo, éste supone dos terceras partes del producto
interior bruto en los grandes países avanzados, de manera que,
si el consumo decreciera, se iría todo a la quiebra. Por ello,
cualquier crítica que se haga al consumo significa golpear
el pilar clave de la cuestión en todos los órdenes -y
no sólo económico, sino también social, cultural
y moral-. De este modo, lo reaccionario es el ahorro, mientras que
lo progresivo parece ser el consumo.