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Transcripción de la conferencia del filósofo y
escritos Eugenio Trías el 6 de mayo de 2002
Es decir, que la célebre alegoría de la caverna
se podría tomar como uno de los pasajes más brillantes
de la literatura platónica, y casi me atrevería
a decir que también lo es de toda la literatura filosófica
en particular e incluso del ámbito literario en general.
Efectivamente, ese momento en el que, tras haber construido con
todo detalle, con todo mimo, la ciudad ideal coronada por la
idea del Bien como principio de educación, de iluminación
y de liberación, Platón nos conduce a través
de Sócrates a un escenario umbrío, el escenario
de la caverna, es realmente brillante. En realidad, esa caverna
no es sino una transcripción de eso que en el rito inaugural
llamábamos mundus; de ese mundo que siempre está
en relación con lo inmundo y que de no articularse con
los otros estratos de la ciudad queda convertido en el territorio
en el que se vive en un estado de penuria y de sufrimiento debido
a la ignorancia y a la falta de libertad. Platón esboza
la existencia de ambos lados de una manera muy brillante, asemejándolos
a uno y otro, respectivamente, al sueño que linda con
la pesadilla. Porque hay sueños hermosos, líricos,
poéticos o sueños semejantes a ese estado en el
que vivían las almas de los muertos en Hélade,
según las narraciones homéricas.
Tanta es la importancia del asunto
que esta duplicidad de ciudad ideal y ciudad real recorre entera
la historia de la filosofía. Incluso en el siglo XX encontramos
vestigios de la misma; hay un pasaje hermosísimo en las
Investigaciones Filosóficas, de Wittgenstein,
en el que el autor de nuevo compara una y otra partes. Su
sprage es el logos, la razón en sus
formas mismas de expresarse, que son formas variadas que se derraman
en distintos juegos lingüísticos pero que entre sí
tienen aires de familia y que coinciden con los distintos modos
de vida; pues bien, nos dice que esa sprage, esa
razón lingüísticamente esclarecida, es comparable
a una ciudad con todas sus peculiaridades; con sus ensanches,
con sus cascos viejos, con sus zonas abigarradas o rectilíneas.
Y son precisamente todas sus irregularidades las que hacen posible
que una ciudad sea, en cierta medida, una persona. Entonces,
nosotros somos ciudad en nuestra personificación, en ése
que somos, y una ciudad iluminada por la idea de límite,
una ciudad fronteriza. Pero también la ciudad es una proyección
de lo que somos, una proyección y exteriorización
de nuestra propia condición, y eso es lo que nos la hace
tan deseable y temible a la vez, porque deseable y temible es
nuestra propia condición. De hecho, si hay necesidad de
pensar en lo que somos, si hay necesidad de pensar en nuestra
condición, si hay necesidad de una ética, es porque
todos estamos al acecho de algo muy propio del hombre que es
justamente lo contrario de lo humano: lo inhumano.
Claro que a veces lo humano es demasiado
humano y se convierte en objeto de escarnio o de diversión
pudiendo dar lugar incluso a todas las formas que ustedes quieran
de comedia. No en vano, ya decía Schopenhauer que
la vida completa de cualquier hombre siempre termina siendo objeto
posible de una tragedia mientras que una semana de la misma casi
siempre da para elaborar una estupenda comedia. Es decir, que
la condición tragicómica nos constituye, forma
parte de lo que somos, por lo que poseemos una parte oscura,
algo terrible, una sombra que a mí me lleva interesando
desde mi primer libro, titulado, por cierto, La filosofía
y su sombra. No es algo externo, sino un elemento
que nos incita, nos excita y nos reta. El concepto de límite
podría tener, por tanto, este valor de conjurar, de evocar
o provocar esta sombra, sobre todo en el terreno de la reflexión
sobre lo que somos y en la reflexión ética. Sea
como fuere, para mí esta sombra es lo inhumano, la condición
inhumana que es la más cercana a nuestra propia condición
humana en todas las formas visibles e invisibles en que lo inhumano
puede manifestarse y que de alguna manera nos sugiere la necesidad
de pensar en eso como en algo propio, como en algo que, por transferencia,
podemos derivar a aspectos, dimensiones, barrios, de nuestra
ciudad, tan próxima que en cierta manera podríamos
decir que es una metáfora de nosotros mismos. Yo diría
que la conciencia y la lucidez relativas a lo inhumano son el
gran asunto de la ética, como el gran problema del mal,
el problema de aquellos componentes que forman parte de nuestra
condición pero entorpecen su realización (y justamente
en ese entorpecimiento es donde se advierte el carácter
de reto), es el centro de la reflexión sobre el hombre,
de una antropología en términos metafísicos
o teológicos. Y aquí es donde un concepto como
el de límite puede tener su significación, su singularidad,
porque nos sugiere precisamente el ponerse en cuestión
pero también el asumir críticamente el reto de
una condición que se realiza como tal condición
humana sólo en la medida en que, tomando conciencia y
plena lucidez respecto a este componente como componente propio,
es capaz de elaborar el claroscuro de las posibilidades de la
vida (esto es, de la vida personal y de la vida cívica,
y por tanto de la voluntad cívica).
Entonces, tras comentar estos grandes
temas, se podría resumir la exposición asegurando
que la ciudad es una metáfora de nosotros mismos y viceversa.
Hay aquí una especie de interacción dialéctica,
y es uno de los grandes méritos de Platón el haberlo
visto así. Bien es cierto, por otra parte, que como fundador
de una idea ha suscitado no pocos parricidios, sobre todo en
el siglo XX. ¿Quién no ha deseado ser en algún
momento de este siglo XX antiplatónico? ¿Quién
no ha emprendido una empresa, un intento de cuestionamiento de
las ideas de Platón de Nietzsche en adelante? Evidentemente,
hoy no podemos pensar con las mismas coordenadas con las que
pensaba Platón; sin ir más lejos, su idea del principio
solar, del Dios entendido como el Bien, que como metáfora
del Sol ilumina las figuras, se ha oscurecido, según dice
el propio Nietzsche en un pasaje hermoso de La Gaya
scienza (que algunos traducen por La ciencia jovial).
Y ese oscurecimiento ha generado el advenimiento de una época
nueva en la que los valores parecen relativizarse, en la que
el nihilismo impera, en la que no sabemos si avanzamos o retrocedemos.
Los puntos cardinales se nos han diluido y no sabemos lo que
es derecha y lo que es izquierda, lo que es delante y lo que
es detrás. Este espacio de vida que de algún modo
nos es familiar algunos lo asimilan o lo asumen como si de un
lugar habitable y de convivencia se tratara a partir de la denominada
"crisis de la modernidad" o "postmodernismo".
Y este nihilismo que forma parte de nuestro horizonte es uno
de los aspectos que hay que tener en consideración en
la cultura en la que vivimos, donde se cuestionan sus principales
valores al menos tal y como fueron formulados.
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