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Transcripción de la conferencia del filósofo y
escritos Eugenio Trías el 6 de mayo de 2002
Así, el segundo episodio era la implantación del
germen de la ciudad, la formación de un aspa o cruz en
tierra a partir de un centro, el ágora, lo que permitía
la expansión de la ciudad y su distribución en
cuatro barrios, cuarteles o cuadrantes, término,
este último, que alude con frecuencia a este rito inaugural.
Precisamente consistía en proyectar en tierra lo contemplado
en el cielo, por lo que la ciudad primero es vista allí
y luego proyectada en tierra a partir de ese acto previo de contemplación
ya comentado (y ahí reside el desdoblamiento del que les
hablaba). Quizá esta manera de actuar nos parezca impropia
de una sociedad tan empírica y pragmática como
la romana, sin embargo, a pesar de que los criterios de salubridad,
económicos, de comercio, sociológicos y de todo
orden pesaban lo mismo que en nuestras sociedades, la ciudad
de aquellos tiempos y culturas sólo alcanzaba su estatuto
real compenetrada con nuestra propia condición y cuando
se producía esa especie de intersección de todos
los estratos del universo, del cosmos: cielo, tierra e incluso
subsuelo, lo que podríamos denominar infierno en
el sentido más literal de la palabra.
Por cierto que para dejar patente la
existencia de este último, en un lugar próximo
al de la fundación de la ciudad con la proyección
del ágora y la circunscripción en cuatro cuarteles
de las avenidas principales -y éste sería el tercer
episodio- se excavaba un pozo en el que se depositaban los elementos
que habían intervenido en dicha fundación; entre
ellos, las aves mensajeras. Para que se hagan una idea, este
lugar sería lo que todavía hoy reconocemos en templos
construidos durante la Edad Media o en iglesias románicas
y góticas: la cripta. Esa zona escondida, oculta, permite
conectar todos los estratos de la realidad simbólica.
Es el pozo en el que se depositaban los legajos y demás
reliquias de la fundación. En latín tenía
un nombre específico muy interesante, mundus, mundo;
por eso éste está tan cerca de su contrario,
de lo inmundo, y ése es el motivo, también,
de que en muchas partes del mundo sea sinónimo de "baúl",
de lugar amplio en el que se depositan precisamente los recuerdos
y reliquias de una tradición, de una familia o de una
persona.
Y en cuanto al cuarto y último
episodio, éste consistía en la asignación
de límites a la ciudad, para lo que se surcaba el terreno
mediante un arado tirado por bueyes. Dicho surco se levantaba
justamente para dejar expeditas las puertas de la ciudad, ya
que los límites no sólo eran los que de algún
modo hacían posible la elevación de los muros,
sino también los que permitían la comunicación
tanto de la ciudad con otras ciudades a través de caminos,
de viaductos, como de los vivos con los muertos (estos últimos
normalmente eran enterrados en el Campo Santo), en un plano mucho
más radical. Y precisamente por tal motivo creo que el
asunto del límite queda bastante esclarecido a través
de este ritual; es decir, puesto que el ritual no es sólo
la elevación de un muro que de alguna manera nos muestra
lo que circunscribe a su ciudad frente a otras ciudades o cualquier
otra exterioridad, sino también la puerta que se abre
a la comunicación con ese exterior, entonces, aquí
debemos hablar del umbral, que recibe el interesante nombre
de limen. Este limen es lo que inaugura, en definitiva,
lo liminar, esto es, el ámbito que se circunscribe
en la ciudad y que se abre al espacio que permanece al otro lado
del muro.
¿Por qué he comentado
los cuatro episodios de este gran rito? Porque conociéndolo
o entendiendo su pertinencia arroja mucha luz. Como ya he dicho,
a este respecto se han hecho investigaciones tan excelentes como
la de Joseph Rykwert en su estupendo estudio El poder
del centro, luego la reconstrucción de este rito arcaico
no es cosa banal en el asunto que nos ocupa. La verdad es que
en ocasiones lo arcaico tiene este poder de iluminación;
de hecho, siempre he sostenido que es muy interesante acudir
a las etimologías de las palabras no ya guiados tan sólo
por un gusto malsano, por una afición desmedida, sino
porque toda palabra arrastra su propia historia y es muy importante
tener conciencia y saber qué decimos cuando usamos términos
como mundo, templo o contemplación. Pero
lo realmente fundamental de todo este asunto es que, a través
de ese elemento arcaico, queda iluminado un carácter específico
de la reflexión filosófica por lo menos desde sus
orígenes platónicos: la reflexión sobre
la ciudad. En La República constantemente aparece
la duplicidad, recuerden si no la ciudad ideal platónica,
iluminada por el Sol como en el rito inaugural. El
Sol es la metáfora de lo que Platón llama la idea
suprema, la idea del Bien, que en cierta manera contrasta con
un escenario de penumbra, más bien terrible y decepcionante.
Y tal es la vigencia de su relato que todavía hoy, al
leerlo, nos emociona su cercanía con respecto a nuestra
propia condición y la de nuestras ciudades, pues algo
tienen éstas de la caverna en la que, por no existir un
principio que guiara la conducta, se vivía en una especie
de estado de esclavitud coetáneo a la ignorancia y a la
falta de lucidez.
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