LA VERDADERA HISTORIA DE LOS MASONES
D. Santiago Río
Asesor del Gran Maestro de la Gran Logia de España
Bilbao, 27 de febrero de 2006
Nadie conoce
la verdadera historia de los masones, que está llena de especulaciones
y sobre la que se ha escrito infinidad de títulos desde la
aparición del fenómeno. Desde la humildad, mi libro
aporta una serie de datos importantes y en algunos casos inéditos,
gracias a la labor de investigación del periodista Jorge Blaschke,
con quien he escrito el libro. La razón de esta búsqueda
se resume así: en los últimos tiempos, han sido publicadas
obras sobre la institución que responde a visiones distintas
de lo que la masonería es en sí misma. Por ello, la
institución pensó que algún hermano (en este
caso, yo) debía elaborar un libro sencillo, humilde y ameno
que transmitiera nuestra labor.
La masonería es,
en fondo y forma, una iniciación espiritual por medio de símbolos.
Esta definición proviene de la que los grandes maestros dieron
en Suiza por los años cincuenta. Dice un apartado de un libro
japonés del siglo XII que el pez vive muy feliz bajo el agua,
y el pájaro muy feliz en el bosque; sin embargo, es necesario
ser pez o pájaro para entender qué se siente. Igual
sucede con la masonería; resulta complicado, y resbaladizo,
transmitir el mundo iniciático. Sin caer en el sincretismo
ni en la mezcla de opiniones, puede decirse que presocráticos
como Anaxágoras, la masonería espiritual y el esoterismo
cristiano dicen lo mismo y hablan el mismo idioma, sólo que
de maneras distintas.
Soy católico practicante
y masón de tendencia inglesa, como ha ocurrido tradicionalmente
con la Gran Logia de España. Una de sus premisas es creer en
el gran arquitecto del universo, algo que cada cual entiende como
considera. Trabajamos con un libro sagrado que, en nuestro caso, es
la Biblia, igual que nuestros hermanos árabes lo hacen con
el Corán o los judíos con la Torah.
Jung dice que el símbolo
se expresa en mil lenguas a la vez, penetra en el subconsciente colectivo
y allí despierta arquetipos que provocan energías psíquicas.
Al interpretar el símbolo debemos distinguir dos elementos:
la explicación científica (el número cinco, por
ejemplo, son cinco unidades) y la definición iniciática,
más complicada. Nuestros símbolos son el triángulo,
el compás, la escuadra y la acacia; todos ellos responden a
tradiciones antiquísimas, algunas de las cuales, sin embargo,
han sido superadas por la propia sociedad civil.
Los orígenes de
la masonería son oscuros. Para intentar explicarlos, parto
de dos premisas: la masonería operativa y la masonería
especulativa. Por un lado nos encontramos con la masonería
operativa, gremio de canteros que, sobre todo, construían catedrales
góticas. Se trataba de un gremio muy cerrado, por los conocimientos
que manejaba sobre el levantamiento de catedrales y por los códigos
de comunicación que empleaban sus miembros. Hay que pensar
que la construcción de una catedral era una labor larga que
abarcaba varias generaciones. Los canteros vivían en las posadas
de los pueblos, y en las horas de descanso se reunían en una
choza -de donde proviene el término logia- para cambiar impresiones
o comer. Con el devenir de los tiempos, estas construcciones góticas
proporcionaron algún tipo de conocimiento iniciático.
Un grupo así, que se mantiene tanto tiempo junto, termina derivando
ineludiblemente hacia las inquietudes del ser humano.
En efecto, el ser humano
-aunque sigue en evolución- se encuentra incompleto. Las explicaciones
bíblicas no nos convencen. El ser humano había nacido
con unas posibilidades muy concretas y se mecanizó, es decir,
derivó hacia la especie incompleta que ahora somos. Es impensable
que una especie con la capacidad cerebral que tiene se dedique a matar
a su hermano por nada.
Por ello, la masonería
intenta hacer evolucionar a la especie para que retome la forma que
fue. Las religiones hacen lo mismo, salvo con una diferencia. La masonería
llega hasta un punto en el que no tiene explicaciones. La fe puede
llenar las grandes dudas que quedan por resolver, pero la masonería
no las da: sólo intenta hacer evolucionar a la especie humana
en sus reuniones, con el fin de que, mediante ella, pueda entender
mejor la figura del gran arquitecto del universo.
La masonería pretende
trabajar en esencia, en el nivel primario. Siempre explicamos que,
cuando el presidente de la I República, Manuel Azaña,
se inició -de todos es conocida su vasta cultura-, el Venerable
Maestro de la logia era un camarero de Madrid. Es posible que este
camarero se moviera más en esencia que Azaña, cuya personalidad
y conocimiento son reconocidos por todos. Eso es la masonería,
y no otra cosa.
Entre 1050 y 1350, y al
calor del fervor religioso de las Cruzadas, se construyeron alrededor
de mil edificaciones en Francia, entre las cuales destacan unas noventa
catedrales. La masonería, el gremio, creció; permanecía
cerrado en sí mismo, se llamaban entre sí hermanos y
no dejaban entrar a nadie ajeno. Hubo un momento en el que se dejaron
de construir catedrales. El gremio empezó a decaer.
Llegamos así al
verdadero origen de la masonería, fuera de cualquier especulación.
En Inglaterra, un grupo de científicos de la Royal Society,
institución dedicada a la investigación, se dio cuenta
de que, a diferencia del oriental, el mundo occidental no tenía,
más allá de las religiones, instituciones que abordaran
los temas esotéricos e iniciáticos. No para competir
con las instituciones del mundo oriental, sino para dotar al occidental
de aquello de lo que se merecía, decidieron crear una institución
en la que, independientemente de las religiones, nuestra especie humana
pudiera desarrollarse.