EL PAPEL DE
LA MUJER EN LA DEMOCRACIA
Conferencia de
Isabel San Sebastián
Periodista
VITORIA, 12 de febrero
de 2002
Quisiera comenzar con un agradecimiento,
y es que me ha hecho mucha ilusión poder venir aquí,
a mi tierra vasca, para hablar de algo de lo que se habla poco
pero de lo que es muy necesario hablar: la participación
de la mujer en la conquista de la libertad y de la democracia.
Si me lo permiten, en primer lugar, leeré un testimonio
y voy a pedirles que intenten adivinar de quién es, a
ver si son capaces de descubrirlo. Dice así: «Abro
la puerta despacio. Observo el tramo superior de la escalera.
Miro a la derecha, a la izquierda. Bajo. Salgo a la calle revisando
cuanto hay alrededor. Trato de descubrir lo predecible, de desenmascarar
a cualquier desconocido. Cruzo la plaza, entro en el coche y
respiro. Y vuelvo a contener la respiración mientras recorro
las calles que me separan del trabajo. Aparco. Hago un recorrido
con la vista de 180 grados. Por fin alcanzo el aula y me relajo
al comprobar que no hay en ella ningún extraño.
Al acabar la jornada laboral, vuelve la misma pesadilla: deshacer
el trayecto de la mañana con el mismo cuidado, todos los
días con la misma zozobra. Cuando llego a mi casa, cuando
cierro la puerta tras de mí, me parece un milagro. ¿Que
por qué no nos vamos? Porque éste es nuestro país.
¿Por qué vamos a buscar otro teniendo el nuestro?
Partir sería huir, renunciar a todo aquello por lo que
tanto batallamos nosotras y nuestras madres, y que es tan sencillo
como respirar o tomar el sol. Partir sería dejar el campo
libre al oscurantismo, a la irracionalidad.» ¿Han
adivinado ya quién es? Pues se trata de Sherifa Bouhata,
una profesora de la Universidad de Argel.
Ese testimonio estremecedor corresponde
a una mujer condenada a jugarse la vida cada día por defender
los derechos y libertades más elementales, reconocidos
en cualquier país democrático. A una profesora
argelina que se niega a encerrarse en su casa, taparse la cara
con un velo y asumir dócilmente la condición de
ciudadana de segunda o de tercera categoría. No obstante,
podría haber salido perfectamente de los labios de una
profesora vasca, de una concejala o de cualquiera de las muchísimas
mujeres que se enfrentan a la barbarie terrorista y a la insolidaridad
de quienes miran hacia otro lado mientras recogen los frutos
de esa violencia. De cualquiera de ellas, que, además,
lo hacen sin recibir nada a cambio, sin ganar nada personal en
esa lucha; simplemente porque creen profundamente en los valores
democráticos y porque, como dice José María
Calleja en su espléndido libro ¡Arriba Euskadi!
La vida diaria en el País Vasco, «dignidad es
nombre de mujer». No en vano, José María
menciona a todas esas mujeres que han hecho y hacen gala de tal
dignidad, tales como una de las viudas de un asesinado por los
terroristas, incansable luchadora por los derechos de las víctimas
en la época en la que esa batalla se libraba -y créanme
que yo me acuerdo muy bien de eso- en condiciones durísimas,
desde la soledad y la incomprensión generalizadas. O como
dos huérfanas del salvajismo, Cristina e Irene Cuesta,
empeñadas en oponer su protesta pacífica a la violencia
de los seguidores de los terroristas y en recuperar la calle
para los demócratas. O como políticas, no políticas,
mujeres familiares de políticos, profesoras y un largo
etcétera que han sido capaces, como bien dice mi compañero,
de tener más dignidad que miedo, más sentido cívico
que prudencia por no significarse, que han preferido arriesgarse
por amor a la libertad en vez de optar por la seguridad que garantiza
el silencio.
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