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Vivimos en tiempos si no de crisis, sí de cambios. De cambios profundos y continuos que afectan con rapidez a nuestras existencias. Por momentos, cambian los objetos con los que nos relacionamos, la estabilidad, los tipos de trabajos que podemos esperar, las maneras de procrear, la forma de relacionarnos o comunicarnos y las perspectivas que nos aguardan al envejecer. Difícilmente no sentimos o no nos hacen sentir la tensión constante de pronunciarnos, de tomar partido con relación a cuestiones que implican, con una claridad estremecedora, modificaciones en eso que llamamos «escala de valores». Entonces, ¿existen derechos, deberes, ideas o procedimientos de validez universal e intemporal, o fue simplemente un sueño, un vano y efímero sueño del que de repente nos vemos obligados a despertar? Ante todos esos cambios que yo creo que padecemos, surge inevitable e irresistible la pregunta de por qué tantos y por qué ahora, precisamente ahora, y contestaré rápidamente habida cuenta de que no albergo ninguna duda acerca de cuál es la respuesta a dicha cuestión. La fuente de estos cambios y de los sentimientos de provisionalidad que generan reside en el extraordinario desarrollo que está experimentando la ciencia. Ésta no es, evidentemente, una construcción humana nueva, ya que sus orígenes se remontan milenios atrás en el pasado. Y tampoco es que haya sido sólo en los últimos tiempos cuando han comenzado a aparecer formulaciones poderosas. Si bien esto es cierto, no lo es menos que fue a partir de aproximadamente las últimas décadas del siglo XIX cuando el ritmo de la investigación científica comenzó a adquirir una frecuencia cada vez más elevada y más rápida, a incidir en las sociedades humanas en grados nunca antes alcanzados. No en vano, por esa incidencia y relevancia se hizo evidente la importancia de la investigación científica, lo que dio origen a un proceso de realimentación: cuantos más beneficios extraían de esa actividad, más apoyo a la ciencia y, en consecuencia, más científicos que producían nuevos resultados que a su vez renovaban e intensificaban el ciclo. Y así, una y otra vez. A un proceso de este tipo se le puede llamar de muy diversas maneras; por ejemplo, crecimiento exponencial o reacción en cadena. Pero sea cual sea la denominación que se emplee lo que está claro es que no representa ninguna sorpresa que llegue un momento, las últimas décadas, en mi opinión, en el que las novedades que proceden de la investigación científica socaven drásticamente las bases materiales y espirituales sobre las que se asientan las distintas sociedades (más, las más desarrolladas y más dependientes del conocimiento científico y tecnológico; menos, las menos desarrolladas). Y los ejemplos en este sentido son tan numerosos como cotidianos. Así, vivimos inmersos en una revolución tecnocientífica, la de la biomedicina, la biomolecular en concreto, que no sólo promete, sino que además ya ofrece todo tipo de posibilidades en aquello que nos es más próximo y querido, nuestros propios cuerpos, y en los medios de reproducción, que nos resultan accesibles precisamente por tal cercanía, porque vivimos en plena revolución científica. De hecho, esta ciencia conmueve nuestro mundo más profundamente de lo que lo hizo con las últimas dos grandes revoluciones científicas del siglo XX, la revolución relativista, que la sociedad une al nombre de Albert Einstein, y la cuántica, cuyas inmensas consecuencias carecían, sin embargo, de esa proximidad que da la vida. Por otro lado, nos encontramos con
el desarrollo de las técnicas electrónicas de comunicación,
entre las que destaca ese poderoso y ubicuo monstruo de millones
de cabezas que es Internet, sin que podamos olvidar, por supuesto,
otras novedades como teléfonos celulares u ordenadores.
Desarrollos tecnocientíficos que están modificando
drásticamente nuestras vidas y costumbres al mismo tiempo
que el nada irrelevante mercado laboral y que están provocando
fenómenos completamente nuevos. Efectivamente, las incertidumbres
que generan todos estos conocimientos pueden llegar a límites
que uno está tentado de calificar como absurdos. Leí
hace poco un libro de James Watson, el célebre codescubridor
de la estructura de doble hélice de la molécula
del ADN, la molécula de la herencia, que me produjo una
gran impresión. Analizando en una conferencia que pronunció
en Milán, en 1994, los mundos éticos que abre la
investigación actual en el campo de la biomedicina, Watson
manifestaba: «Incluso en el caso de que existan leyes normativas
satisfactorias, todavía habrá muchos dilemas que
no podrán tratarse fácilmente. Por ejemplo, qué
responsabilidad tiene una persona de conocer su constitución
genética antes de decidirse a procrear un hijo. En el
futuro continuaba Watson, se les considerará,
de manera general, moralmente negligentes cuando a sabiendas
permitamos el nacimiento de niños con defectos genéticos
graves, y las víctimas de tales enfermedades tendrían
posteriormente una base legal contra sus padres de
hecho, todos nosotros sabemos demasiado bien que esto de hijos
demandando a sus padres no es, ni mucho menos, una posibilidad
impensable, que no habrían emprendido ninguna acción
para evitar que llegaran al mundo con pocas oportunidades de
vivir una vida sin dolor y sin sufrimiento emocional».
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