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AULA DE CULTURA VIRTUAL

La Fundación Grupo Correo está desarrollando este año un interesante programa de conferencias cuyas transcripciones ofrecemos en El Correo Digital.

LA MUJER EN LA EDAD ADULTA

Conferencia de Rosa Regás

Escritora

VITORIA, 20 de febrero de 2002

 

Lo que yo les voy a contar es algo que ya saben ustedes de sobra, advierto, aunque yo lo diga de manera más contundente. Ahora bien, lo verdaderamente importante no es que se lo explique, sino que sean capaces de compararlo con su propio pensamiento y criterio para, a partir de ahí, enriquecerse. Es así como se construye el conocimiento. No vale con que nos creamos lo que nos cuente un maestro; de hecho, estoy convencida de que nunca hay que aceptar -y cuando digo «nunca» es nunca- nada de lo que nos diga nadie sin pasarlo por el cedazo de nuestra mente, pues sólo así esto se podrá convertir en conocimiento y podremos caminar un poco más felices. Y precisamente porque nuestro criterio se va formando con todo lo que recibimos del exterior, hablarles a ustedes es, para mí también, una fuente de conocimiento. Después, ustedes me harán preguntas y, seguramente, yo no habré pensado en muchas de ellas, por lo que también las tendré que pasar por el cedazo de mi mente y, entonces, me llevarán a otros conocimientos. Creo que así es como ocurren las cosas entre personas adultas; por lo tanto, vamos a comenzar.

Desde hace 4.000 años (y fijo tal fecha porque disponemos de documentos escritos desde entonces), la mujer ha estado sometida al hombre por razones que se desconocen y que son las mismas que las motivadoras del sometimiento de los blancos a los negros o de los poderosos a los pobres. Claro que, seguramente, en este caso tiene algo que ver con nuestra constitución física, ya que son evidentes nuestras diferencias en este terreno. No obstante, la Historia demuestra, y todavía lo demostrará más, que somos equivalentes, lo que significa que no debemos querer ser ellos, ni los hombres como nosotras, sino que cada uno debe ser lo que es partiendo del hecho de que hay cantidades de cosas que son intercambiables. Sea como fuere, lo cierto es que, durante esos 4.000 años, absolutamente todas las religiones, no sólo la musulmana y la católica (en la Biblia encontramos pasajes en los que la mujer queda exactamente por lo que era: una esclava admirable por su belleza y sus cantos), se han encargado de reflejar el sometimiento de la mujer al hombre; un sometimiento que, por fortuna, ha remitido en grandes dosis a lo largo de la Historia y cuya práctica disolución ha permitido que, hoy día, tengamos la suerte de vivir el cambio. Pero no por ello hay que negar que alguna vez existió; no en vano, todavía recuerdo la primera vez que sentí el peso de la injusticia en general. Fue cuando nos leyeron la epístola de San Pablo a los Efesios, aquella que decía: «la mujer estará sometida al marido». Recuerdo que me pregunté: «¿Por qué tengo que estar sometida a nadie? Si, además, no hace falta. Si ya le quiero igualmente. No tengo por qué estar sometida». Entonces, empecé a pensar en qué razón motivaba semejante desigualdad, y concluí que la culpa era de la estructura de poder en la que nos hemos movido de una manera o de otra a lo largo de estos 4.000 años. En primer lugar, estaba Dios; después, sus ministros; luego, los hombres, y, finalmente, las mujeres. Claro que, a la par, también había alguien: los esclavos y los animales.

Así hemos estado hasta finales del siglo XIX, cuando los esclavos fueron desapareciendo. Si bien es cierto que todavía los hay, ocasión que aprovecho para recordar que, en este mundo en el que vivimos, en este mundo que llamamos "globalizado", aún hay 200 millones de esclavos, según las cifras de las Naciones Unidas. Esto significa que la estratificación del poder, su pirámide, todavía se mantiene por muchas razones: primero, porque siempre hay alguien que tiene nostalgia de esa pirámide inamovible durante todos los siglos de nuestra Historia, pero, segundo, también porque es una manera muy cómoda de andar por la vida y sobre todo porque tanto hombres como mujeres arrastramos no sólo lo que nos han enseñado, sino también todo un bagaje cultural que nos rodea. Así, aprendemos una serie de actitudes como si fuera la cosa más natural del mundo, lo que provoca que no hagamos nada cuando vemos que, por igual trabajo, las mujeres cobran menos que los hombres, por ejemplo. Y es un hecho cotidiano, lo vemos en el servicio doméstico, en las oficinas, en todas partes; sin embargo, no decimos nada. No obstante, debo recordar que la igualdad de unos y de otros no soy yo quien la reclama, sino la Carta de las Naciones Unidas, que empieza diciendo: «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Cierto es que se me ha preguntado muchas veces si soy feminista; pues bien, les diré algo. Recuerdo que, en mi época de juventud, me daba un poco de vergüenza que me llamaran feminista porque la sociedad me había inculcado ese sentimiento de desprecio hacia aquello que no sigue sus normas. Se despreciaba a las sufragistas que luchaban por obtener el voto femenino, por ejemplo, y se las ridiculizaba porque ¿para qué pedían semejante tontería? Así que todo lo que el feminismo representaba para mí era eso que me habían enseñado, hasta que me di cuenta, de pronto, de que ser feminista es lo mismo que estar en contra de la esclavitud o del racismo; es decir, es luchar contra un tipo de desigualdad. En este caso, ni es por la raza ni es por la religión, sino por el género.

Pero sigamos con el asunto porque los 40 años de franquismo devolvieron esa sumisión femenina todavía más arraigada. Yo estudié en la Sección Femenina, y, durante aquellas clases que estábamos obligadas a recibir, teníamos que oír aquello de que los hombres eran para pensar y las mujeres, para obedecer. Lo curioso de todo es que eso no se decía porque hubiera manía especial alguna, no, sino, según ellos, porque los hombres tenían una constitución que les permitía pensar en cosas abstractas y nosotras carecíamos de ella. Y estaban convencidos. Nunca he sabido por qué, pero esto y otra serie de cosas eran defendidas sin plantearse siquiera la realidad. De hecho, aquella Sección Femenina existía como existe un diario para mujeres, como si no pudiéramos entender los periódicos que leen los hombres, y aquello, ciertamente, fue muy duro; no en vano, lo recuerdo como algo que he tenido que arrancarme a base de hacer toda clase de exageraciones y exabruptos. Claro que, en estos momentos, cumplimos 25 años de democracia, y, durante este periodo, las cosas están mejorando radicalmente. No sé si las mujeres tendrán o no todo lo deseado, pero tienen más posibilidades -no todas las que quisiéramos, también es verdad- de equivalerse a un hombre, a pesar de que aún nos cuesta el doble de esfuerzo; es decir, aunque, para que ocupe un puesto público, cualquiera de nosotras tenga que ser el doble de inteligente que el hombre. Esto lo sabemos todos.

 

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