MÁS ALLÁ
DEL 11 DE SEPTIEMBRE
LA SUPERACIÓN DEL TRAUMA
Luis Rojas Marcos
Profesor de Psiquiatría de la Universidad
de Nueva York
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Claro que no todos estamos dispuestos
a hablar de nuestras experiencias traumáticas de buenas
a primeras. A mí me ocurrió algo que no esperaba.
Como dice el refrán, en casa del herrero, cuchillo
de palo. Yo, como "herrero", como psiquiatra, no
me di cuenta de que tenía un trauma por lo que había
visto a mi alrededor durante días y semanas. Era el dolor
masivo de miles de personas que buscaban a sus seres queridos
con esperanza pero también con una tremenda angustia.
Lógicamente, los hospitales eran uno de los primeros lugares
en los que las personas esperaban encontrar a sus familiares
y amigos, y fueron semanas y semanas, día y noche, lo
que transcurrieron en un ir y venir continuo de gente consultando
las listas de manera desesperada. ¿Qué sucedía
entonces? Que yo me dedicaba al ingente trabajo diario y evitaba
pensar por todos los medios en lo que había visto y veía.
Y ésta era mi defensa hasta que llegó un momento,
como a los diez o doce días del atentado, en el que, celebrando
una reunión a la que había acudido para visitar
a los estremecidos empleados de los hospitales, terriblemente
afectados por lo que habían pasado teniendo que curar
a las víctimas y a los rescatadores, decirles que estaban
haciendo un buen trabajo y preguntarles de qué forma les
podía ayudar, una enfermera se levantó y me soltó
a bocajarro: «Y usted ¿cómo se siente?».
Esa pregunta fue la que abrió esa especie de caja de truenos
que yo llevaba dentro, y fue cuando me di cuenta de que yo también
estaba traumatizado y necesitaba hablar. Y digo esto porque,
como acabo de mencionar, no todas las personas podemos hablar
de lo que hemos visto y sufrido inmediatamente; por eso es bueno
y conveniente que los psiquiatras, los psicólogos o los
consejeros no insistan, no fuercen al paciente a contar su experiencia.
Es mucho mejor que esperen. Como dice mi gran amigo el doctor
Trujillo, director de un hospital neoyorquino y psiquiatra, hay
que bailar suavemente alrededor de la víctima traumatizada
hasta captar el momento en el que esté dispuesta a abrir
su corazón y hablar. Eso sí, antes o después,
cuando se pueda, hay que comentar lo sucedido, porque es muy
importante.
El caso es que entonces también
aprendí que la gran mayoría de las personas superamos
las peores adversidades con el tiempo. Y si ustedes lo piensan
bien, no puede ser de otra forma, ¿verdad?, porque si
no fuese por nuestra capacidad para afrontar todo tipo de traumas,
nuestra especie, tan inteligente que, según nos cuentan
los antropólogos, lleva al menos 400.000 años viviendo
y evolucionando para mejor, no hubiera sobrevivido a tanta guerra,
terremoto, epidemia y tragedia como hemos padecido y padecemos.
Es algo genético, algo que a menudo no apreciamos pero
que está ahí y nos permite curar las heridas del
alma tan bien como las del cuerpo. Y aunque cierto es que este
mecanismo innato no hace que se nos olviden las experiencias
traumáticas, que la cicatriz, unas veces mayor y otras
veces menor, desaparezca, también lo es que finalmente
superamos estas situaciones la gran mayoría de las personas,
insisto.
Claro que, para poder superarlas, hace
falta poseer un cierto nivel de seguridad. Al igual que una herida
corporal tarda menos en curarse si está en un lugar de
nuestro cuerpo que no movemos mucho que si está en una
articulación, la tranquilidad y la seguridad ayudan a
cicatrizar la herida mental. Allí, en Estados Unidos,
esa necesaria seguridad se complicó tras el 11 de septiembre,
porque no había pasado ni un mes cuando empezamos a recibir
cartas contaminadas con el bacilo del ántrax, una infección
muy rara hoy día que durante algún tiempo padecieron
personas que trabajaban con la ganadería y que es más
leve en contacto con la piel que si entra por los pulmones. Entonces,
las esporas de esa infección que allí no se había
visto desde hacía muchísimos años llegaba
a través del correo ordinario, y aunque no hubo muchos
muertos (fueron cinco fallecidos y unas cincuenta o sesenta personas
enfermas), sí tuvimos que poner en tratamiento a muchísima
gente, lo que provocó una situación de incertidumbre
que alargó y complicó el proceso de superación
del trauma. ¿Qué ocurría? Que si normalmente
nos ponemos contentos cuando nos dicen que nos ha llegado una
carta, allí suponía una terrible noticia. Efectivamente,
no queríamos que nadie nos escribiera, sobre todo si nos
llegaba un sobre sin remite y un poco abultado, porque nos causaba
verdadera angustia y aumentaba el terror. Además, las
autoridades sanitarias, entre las que me incluyo, conocíamos
poco el asunto y debíamos improvisar sobre la marcha buscando
la opinión de expertos para nada numerosos, así
que todo esto retrasó la seguridad y la tranquilidad que
necesitábamos para empezar a superar el trauma emocional
que estábamos viviendo.
Por otra parte, algo que también
complicó el trauma del 11 de septiembre y que asimismo
sucede en otras tragedias fue que la mayoría de los desaparecidos
no acababan de dar señales de vida; de hecho, hoy es el
día en que todavía no ha aparecido más de
la mitad de los muertos. Los seres humanos estamos acostumbrados
a ver el cadáver de nuestros seres queridos, ir a su entierro
y celebrar un funeral por su alma, ya que todo esto forma parte
del proceso normal de duelo. Sin embargo, si nuestra mujer, nuestro
hijo, nuestro padre o nuestra madre acude por la mañana
a trabajar y no sólo no vuelve más, sino que tampoco
deja rastro, resulta mucho más complicado superar su pérdida.
En este caso, la catástrofe fue tal que son casi dos mil
personas las que no han podido encontrar los restos de sus familiares
y conocidos. Por ello, se nos ocurrió que a quienes quisieran
les daríamos una jarra con cenizas (no humanas, sino cogidas
de la ya tristemente conocida Zona Cero) para que ese simple
gesto les ayudara a superar de la mejor manera posible lo ocurrido,
como así fue a pesar de que no existía prácticamente
ninguna posibilidad de que entre dichas cenizas estuviera algún
familiar. De esa manera, potenciábamos esa gran capacidad
que tiene todo ser humano de hacer frente a situaciones traumáticas
e íbamos logrando, poco a poco, que se hablara de lo que
había pasado, que se fuera traspasando lo alojado en la
memoria emocional a la memoria verbal y que la gente fuera adquiriendo
confianza a lo largo del tiempo, factor, este último,
que imprescindiblemente debe pasar para ir sintiendo una cierta
seguridad.
Ya he dicho que con los niños
menores de doce o trece años fue un poco más complicado
porque tienen más dificultad a la hora de expresarse,
por eso fue necesario tratar de escucharles, hablarles en un
lenguaje que ellos entendieran, explicarles que estaban seguros,
que íbamos a cuidarlos, que lo sucedido era una excepción,
no la regla, y evitar ante todo que vieran las imágenes
del atentado. Y la verdad es que lo último no fue fácil
ni aquí, ni en Nueva York ni en el resto del mundo, porque
esas imágenes se emitían continuamente por televisión
-y sigue sin serlo, ya que con motivo del aniversario de la tragedia
aún siguen reponiéndolas-. En mi opinión,
fue un error, puesto que si los adultos podemos aguantar mucho
-aunque tampoco es conveniente, debido a que reabre heridas-,
los niños pequeños (de cinco o seis años,
por ejemplo) pueden pensar que ha vuelto a ocurrir. No obstante,
parece inevitable que dichas imágenes sigan apareciendo,
y en parte es culpa nuestra porque los seres humanos siempre
hemos sentido una gran fascinación por las atrocidades.
Aunque no nos guste admitirlo, lo cierto es que hace dos mil
años la gente más educada de la civilización
más avanzada iba todos los días al Coliseo romano
a ver la crueldad más diabólica que podía
ver. Una crueldad de verdad, ya que las luchas de gladiadores
eran algo increíble. Y no hace tanto tiempo, en Europa,
los domingos por la mañana, las familias iban a ver cómo
se ajusticiaba a los reos en la plaza pública. E incluso
eran las propias madres las que llevaban a sus hijos a verlo.
Y no es que fueran malas madres, ni siquiera malas personas,
sino que había esa fascinación por presenciar no
sólo cómo les cortaban la cabeza y ya está,
sino también toda la tortura precedente, mucho más
divertida cuanto más cruenta era (de hecho, si al reo
lo mataban rápidamente a la gente no le gustaba). Entonces,
sin que suene a crítica, debemos aceptar que las atrocidades
nos fascinan.
Con ello no quiero decir, insisto,
que nos guste ver cómo un ser humano mata a otro ser humano,
pero sí ejerce en nosotros cierta atracción. Efectivamente,
hoy día no vamos ni al circo romano ni a las ejecuciones
públicas, e incluso donde hay pena de muerte, como en
Estados Unidos, nadie quiere ver por televisión cómo
muere el preso; no obstante, sí vemos violencia en la
televisión, aunque esté más editada, más
cuidada y no sea tan real. A veces me preguntan si no es perjudicial
que los niños vean esos dibujitos japoneses tan violentos,
a lo que yo suelo contestar que no hay problema porque saben
separar lo que es verdad de lo que no lo es. En nuestro tiempo
-y hablo de la gente de mi edad- leíamos Caperucita
Roja y era un cuento bien violento, porque si mal no recuerdo
el lobo se come a la abuela -con lo que queremos a nuestras abuelas-.
Es decir, que siempre ha habido violencia y que cuanto más
violento es el cuento y más miedo da, más le gusta
al niño, que pide una y otra vez que se lo vuelvan a contar.
Entonces, teniendo en cuenta estos factores, es inevitable que
estas cosas se pongan por televisión. Mucho más
si reparamos en que los mandamases de este medio saben que dichas
imágenes van a tener mucha audiencia. Bien es cierto que
en Estados Unidos nos pusimos de acuerdo en que muchas de ellas
no se emitieran. Recuerdo que yo mismo estuve en alguna reunión
en la que la oposición a ver a sus seres queridos ardiendo
o aplastados por parte de las víctimas y de los bomberos
fue tal que influyó hasta cierto punto y logramos que
muchas de las escenas macabras que por desgracia presenciamos
los que estábamos allí no salieran por televisión.
Ya habíamos visto bastante gente cayendo como para rememorarlo.
Por eso creo que fue positivo eliminarlas, aparte de que tampoco
tiene utilidad informativa alguna el ver un cuerpo humano ardiendo
o restos de seres humanos despedazados. Ahora bien, es un hecho
constatado que nos sigue fascinando el asunto porque estas imágenes
de dominio de un individuo sobre otro nos ponen en contacto con
la vida, con la muerte, con el poder, etc.
Otra cosa es que haya un porcentaje
de personas, la mayoría, que lo pueda superar y otro porcentaje
que vaya a sufrir lo que los psiquiatras llaman estrés
postraumático. Este tipo de estrés es un trastorno
relativamente nuevo que entró en la lista de enfermedades
mentales en el año 1980. En esa época fue cuando
los científicos, los médicos, los psicólogos,
los psiquiatras, empezaron a darse cuenta de que personas que
habían vivido guerras u otro tipo de tragedias seguían
afectadas por ese trauma durante años. En una situación
de relativa normalidad, hasta el 10% de la población sufre
este estrés postraumático. ¿Quién
constituye este porcentaje? Mujeres violadas, hombres que han
vivido situaciones de gran terror, personas que han vivido accidentes
en los que han perdido a sus seres queridos, personas que han
sido agredidas de una forma inesperada y particularmente violenta
o cruel, etc. Todos ellos, por su particular sensibilidad, ven
una y otra vez esas imágenes que les producen terror,
depresión o dificultad para dormir. Por eso hay gente
que se refugia en el alcohol o en las drogas, como está
sucediendo en Nueva York, en la que el consumo de ambas sustancias
ha aumentado considerablemente como vía de escape, como
fórmula de neutralización y narcotización
del terror. Por desgracia, aunque se trate de un pequeño
porcentaje, lo cierto es que estas personas pueden llegar a sufrir
este estrés postraumático durante toda su vida,
así que van a necesitar ayuda y van a tener que tomar
decisiones tan drásticas como la de mudarse de ciudad
o dejar de reunirse con gente que les recuerde aquellos trágicos
momentos para aprender a vivir evitando acordarse del trauma.
Se calcula que aproximadamente el 30% de quienes vivieron el
atentado muy de cerca va a sufrir algún síntoma
de estrés postraumático durante un tiempo, quizá
durante años, aunque éste no sea un fenómeno
únicamente propio de los neoyorquinos, sino de todas las
sociedades en general, como acabo de comentar. No obstante, se
ha demostrado que las personas que son víctimas de la
violencia humana son las que con más frecuencia sufren
este trastorno de ansiedad postraumática, frente a las
que han sido víctimas de terremotos, inundaciones, sequías
o accidentes. Con ello, podemos concluir, entonces, que el primer
caso nos produce más daño emocional que los demás.
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