MÁS
ALLÁ DEL 11 DE SEPTIEMBRE
LA SUPERACIÓN DEL TRAUMA
Luis Rojas
Marcos
Profesor de Psiquiatría de la Universidad
de Nueva York
Bilbao, 16 de septiembre
de 2002
Querría empezar por compartir
con todos ustedes lo que me movió a escribir este libro.
La verdad es que habían pasado varios meses -yo diría
que sería aproximadamente alrededor de diciembre o enero-
cuando me di cuenta de que me vendría bien ordenar los
sentimientos, los recuerdos, las ideas que llevaba a rastras
conmigo y tenía un poco confusas. Que ordenarlos sería
algo positivo, que me ayudaría a superar el trauma emocional
que yo, como tantas personas, tenía a consecuencia del
11 de septiembre.
También me ilusioné con
la idea de que quizás existían personas que habían
pasado momentos difíciles en su vida (algo casi inevitable
si vivimos un tiempo, ya que quien más o quien menos ha
sufrido la muerte de un ser querido o algún otro tipo
de situación donde se mezclan imágenes escalofriantes
con sensaciones corporales de terror) para quienes podía
ser útil comprobar que los seres humanos reaccionamos
de forma normal ante hechos anormales; es decir, que sentir miedo,
angustia, llorar y no saber por qué, no poder dormir,
tener fobia a las alturas o simplemente tratar de evitar todo
aquello que nos haga recordar los momentos difíciles es
una reacción normal, aunque abrumadora, ante una situación
anormal que es el trauma. Y digo esto porque quiero dejar claro
que, a pesar de que es mucha la gente que piensa que tal vez
se está volviendo loca, estas reacciones son muy frecuentes
entre las víctimas de un trauma, aunque, claro, no las
entendamos bien. Así que mi ilusión sigue residiendo
básicamente en que haya lectores que puedan sacar de este
libro ese aspecto de normalidad ante situaciones difíciles.
Y por último, pensé que
podría resultar útil repasar el impacto que este
trágico incidente ha tenido en la vida de muchas personas.
A este respecto, una pregunta que, ahora que he venido a España,
me hacen a menudo en alguna entrevista es la de cómo puede
ocurrir que haya tanta conmoción mundial a raíz
de lo que pasó en Nueva York si hay pueblos pobres en
África, en el sur de Asia o en otros lugares del mundo
en los que diariamente mueren miles de personas de pobreza, de
Sida, etc., sin que nadie se inmute. Pues bien, mi respuesta
es que los seres humanos somos así: cuando ocurre algo
que no esperamos, algo que además sale en la televisión,
algo tan estremecedor como lo que vimos, por lo general nos afecta
más o tiene un impacto mayor que cuando se trata de un
sufrimiento que pasa desapercibido. Además, el hecho de
que este drama sucediese en un país como Estados Unidos,
tan prepotente, que se cree en posesión de la verdad,
llama la atención. No hay que olvidar que las tragedias
hay que situarlas en un contexto, y sin duda alguna lo ocurrido
constituye todo un fenómeno histórico: quizás
el mayor ataque terrorista en tiempo de paz que más muertos
ha causado en un solo atentado. No obstante, tampoco debemos
olvidar que hay otras partes del mundo, incluyendo el País
Vasco, España u Oriente Próximo, en las que se
sufren situaciones de incluso mayor gravedad y mortalidad; zonas
en las que el asunto del terror está todavía candente.
Sea como fuere, el caso es que resulta conmovedor comprobar cómo
superan día a día las personas esas horribles situaciones,
se produzcan donde se produzcan.
Pero entremos en materia. Por aquel
entonces yo dirigía el Sistema de Sanidad y Hospitales
Públicos de Nueva York, así que pertenecía
a un grupo llamado el Consejo de Control de Emergencias, compuesto
por unas veinticinco personas entre las que se encontraban representantes
de la policía, de los bomberos, del FBI o el propio Alcalde,
cargos, todos ellos, que por su responsabilidad tenían
alguna misión o función en una situación
de emergencia. Aunque nos habíamos entrenado algo celebrando
reuniones de vez en cuando, con motivo de inundaciones, por ejemplo,
o de un accidente de avión o metro, jamás nos había
tocado afrontar nada de esta envergadura, claro está.
El puesto de mando, el centro de control de emergencia, el búnker,
tal y como lo describo en el libro, estaba situado en el World
Trade Center, en el piso 23 de la torre número siete (porque
en la parte donde sucedió el ataque había siete
torres). Allí fue adonde nos dijeron que fuésemos
al chocar el primer avión, aunque no pudimos reunirnos
porque poco tiempo después ya había chocado el
segundo. Entonces, me encontré al delegado de los bomberos,
que me invitó a que lo acompañara a un puesto provisional
que ellos habían montado delante de las torres, y así
fue como comenzó el drama para mí, para una persona
que nunca había vivido nada similar.
Voy a evitar entrar en detalles no
sólo porque es mejor no hablar mucho de estas cosas, sino
también porque todavía me cuesta trabajo acordarme
de aquellas escenas. Lo que sí puedo asegurarles es que
aprendí que los seres humanos reaccionamos ante tragedias
como ésta; de hecho, si yo les pidiera que levantaran
la mano a todas las personas que han vivido momentos difíciles,
estoy convencido de que habría muchas, puesto que a todos
se nos ha muerto alguien querido de una forma inesperada o hemos
vivido, si no terremotos, sí, al menos, inundaciones o
la violencia humana. Ya les adelantaba lo curioso que resulta
comprobar que los seres humanos reaccionamos de la misma forma
ante una situación de este tipo. Quiero decir que nuestro
sistema, nuestro cuerpo, nuestra mente, actúa de una forma
muy parecida bien se trate de la mujer que es violada, del hombre
que va a la guerra y ve imágenes escalofriantes, de la
persona que tiene un accidente de automóvil y pierde a
un ser querido o de la víctima de un terremoto. Lo que
sucede es que las imágenes que uno ve, las imágenes
aterradoras de ese momento, junto con las sensaciones del cuerpo
ante esa situación, se acumulan tal y como las vemos en
la llamada memoria emocional, una memoria que no utilizamos
a menudo. Normalmente, la nuestra es una memoria verbal, unida
a palabras, por la que nos acordamos de lo que nos pasó
el año pasado, cuando íbamos por tal o cual sitio,
o de las situaciones de nuestra vida en general de una forma
más o menos tranquila, sin estremecernos y quitando intensidad
emocional a los momentos difíciles. Sin embargo, cuando
vivimos un momento de terror, un hecho traumático, esas
imágenes y sensaciones de las que les hablo se acumulan
en aquella memoria. ¿Qué ocurre? Que nos bombardean
cuando menos lo esperamos, sin querer. Una y otra vez acuden
a nuestra mente haciéndonos revivir aquel momento de terror.
Y esto es lo que describen las personas que han pasado por un
trauma emocional. Son imágenes que interfieren en nuestro
sueño e incluso en la vida cotidiana cuando menos lo esperamos,
lo que impide que uno funcione, que pueda relacionarse con los
demás, que pueda concentrarse en el trabajo, vivir, en
definitiva.
Además, dichas imágenes
y sensaciones corporales permanecen en nosotros y no tenemos
palabras para poder explicarlas; por eso es tan saludable -y
es algo que siempre aconsejamos a las víctimas de cualquier
tipo de trauma- hablar de nuestra experiencia, de lo que nos
pasó, o al menos escribirlo. No en vano, a los bomberos
que sufrieron el atentado de Las Gemelas les sugeríamos
que escribieran su experiencia o que la comentasen con sus seres
queridos. Y a los niños, que la dibujasen. Los niños
tienen más dificultad a la hora de expresar lo que sienten,
por lo que al dibujar las imágenes de sus pesadillas van
trasladando sus sensaciones de terror de la memoria emocional
a la memoria verbal, con lo que éstas van perdiendo intensidad
emocional hasta llegar a formar parte de nuestra memoria normal.
Por supuesto que con ello no logramos que se nos olviden, pero
sí conseguimos recordarlas como otro capítulo de
nuestra vida, de nuestra autobiografía, para que no interfieran
más en nuestra capacidad de relacionarnos con los demás,
de trabajar, de sacarle a la vida, en resumen, lo mejor que tiene.
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