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Llevo treinta y dos años en la India. Cuando llegué a este país por primera vez, tuve la suerte de comenzar en un centro de Manos Unidas que se llamaba "Campaña contra el hambre". Hoy día sigo estando vinculada a otro centro subvencionado por Manos Unidas, que está lleno de alegría, amor y mucha esperanza. Se llama Ankur, que quiere decir "Brotará la vida cuando la planta surge a la vida". Eso es, precisamente, lo que queremos proporcionar a las doscientas veinte niñas que tenemos allí (unas recogidas de las chabolas, otras traídas por la policía y otras rescatadas del trabajo infantil). Aunque actualmente los gobiernos, sobre todo los del sur de la India, están prohibiendo el trabajo infantil, aún falta mucho por hacer. En la India tenemos cuarenta y cinco millones de trabajadores comprendidos entre los seis y los catorce años, lo que equivale casi a la población de España. La población infantil de la India llega a los trescientos sesenta millones de personas, más que todo Estados Unidos. Nuestras niñas provienen de las calles de Bombay, donde han estado trabajando en mil ocupaciones diferentes. Unas iban a recoger papeles -la mayoría de ellas con su saco a cuestas desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde- y han llegado a Ankur con, por ejemplo, problemas de sarna en la piel por estar todo el día tocando basuras. Otras desempeñaban trabajos domésticos (niñas de seis, siete u ocho años) en casas de familias más acomodadas a cambio de un salario mísero. Las hay que iban a una pequeña fábrica donde colocaban en sus cajas unas pulseras que, al ser de cristal, estaban a veces calientes y se rompían en sus manos, por lo que las niñas se cortaban. También hay niñas que iban al muelle con sus madres a pelar gambas: como tenían cinco o seis años, las yemas de los dedos eran todavía tan tiernas que, al pelarlas, las manos se les quedaban también marcadas. La precaria situación que atraviesan estas niñas y sus familias queda reflejada en el siguiente ejemplo. En nuestro centro hay recogida una niña de cinco años que estaba trabajando en un restaurante de un barrio de Bombay. Un día vino una hermana a la comunidad y nos dijo: "He visto a una niña muy pequeña fregando tazas y platos". Fuimos allí y nos interesamos por su situación. Vivía con su tía, y le preguntamos: "¿Quieres venir?". "Sí", respondió, y volvimos a preguntarle: "¿Dónde están tus padres?". "No lo sé", contestó. Pues bien, para convencer a su tía de que nos la dejara, porque ella decía que contribuía al salario familiar con las doscientas rupias que ganaba al mes, tuvimos que proponerle que nos dejara la niña a cambio de que nosotros le pagáramos ese salario. Esto nos pasó con doce familias: tener que darles la cantidad equivalente al salario que ganaba la niña para que ellas pudieran venir al centro, donde crecen con una infancia normal (juegos, recreaciones, alimentación y medicamentos) y, sobre todo, van a la escuela, que es su futuro. El futuro de una
nación se forja en las aulas escolares. Si una nación
arrastra tantos millones de personas analfabetas, nunca saldrá
adelante, por lo que nuestra labor es formarlas para ese futuro. De
hecho, ya tenemos la primera niña que está estudiando
ATS. Debo señalar que hay una diferencia tremenda entre la infancia
pobre de allí y lo que se vive aquí. Es preciso mentalizar
a los niños que tenemos en casa de lo que se está viviendo
en otros sitios, de niños de su misma edad (cinco, seis o siete
años) que están ya trabajando y han sacrificado para siempre
sus recreos, porque por la tarde vuelven a casa cansados y se van a
dormir. Han perdido su infancia y su futuro, y serán de por vida
personas analfabetas con la salud hipotecada. Insistiré en este
punto: el futuro de estas niñas resulta especialmente importante.
Si la mujer sabe leer y escribir, sus hijos irán a la escuela;
por el contrario, si la mujer no sabe ni leer ni escribir, no se sentirá
motivada y le dará igual si sus hijos van o no van a la escuela.
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