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Paloma Gómez Borrero, periodista. |
Como digo, estamos en una época de secularización, de indiferencia religiosa, y sin embargo, nunca como ahora han prosperado los astrólogos, los magos; nunca como hoy día se han celebrado foros y congresos sobre este tema, y para ir a las consultas de los echadores de cartas o de los futurólogos casi hay que pedir cita con sobrada antelación. No hay periódico ni revista que no tenga un apartado dedicado al horóscopo, e incluso hay muchísima gente que lo consulta antes de salir de casa: «soy Leo. Voy a ver qué me dice», piensan para sí.
En honor a la verdad, bien es cierto que, aunque contra la astrología cayeron los anatemas del Concilio de Toledo, en el año 447, los del Concilio de Braga, en el año 561, la bula de Sixto V y los anatemas de Urbano VIII, también hubo muchísimos otros papas que creyeron en los astros y en las previsiones. Julio II, por ejemplo, el famoso Julio II de Miguel Ángel, el papa del que decían que estuvo más tiempo vestido con armadura que con la túnica propia de su cargo religioso, encargó a los astrólogos que eligieran el día más apto para su coronación. Pedro III, otro caso, pidió que le aconsejaran las horas mejores para convocar un consistorio y discutir con los cardenales problemas un tanto difíciles y delicados. Y León X incluso llegó a nombrar un profesor de Astrología para la Universidad de La Sapienza, la antigua universidad pontificia de Roma. Así que el arte de la profecía, o de adivinar el futuro o un gran acontecimiento, siempre ha interesado, y en este campo, yo creo que el nombre de Nostradamus es el más famoso, el más popular en el mundo entero. De hecho, siempre que se habla de este tema sale a relucir, así como siempre surgen las profecías de Malaquías cada vez que un papa muere y el cónclave se reúne para elegir al sucesor de Pedro.
No soy una experta en profecías, y sólo un poquito experta en papas, pero hoy voy a hablarles de ambos siguiendo la perspectiva vital de una ciudad como Nápoles -espero que me perdonen este pequeño paréntesis-, una ciudad maravillosa que, a pesar de tantos siglos de tragedias sufridas, siempre tiene un impresionante optimismo, ganas de sonreír, ganas de ver la vida de color de rosa. Para que se hagan una idea de lo que quiero decir, tienen una costumbre que yo creo que sería precioso poderla introducir en todas las ciudades del mundo. Recuerdo que una vez, en el barrio más pobre de Nápoles, entré a un establecimiento para tomarme un café -toda la ciudad huele a café porque es lo que necesitan sus habitantes; puedes no tener nada que comer, pero si no tienes un café, allí te mueres-, y cuando lo estaba tomando, oí que alguien entraba, se acercaba a la cajera y le preguntaba: «¿hay un café pagado?», a lo que la cajera respondió volviéndose hacia el camarero y diciéndole: «un café pagado para el señor». Pues bien, el rato siguiente transcurrió con un continuo ir y venir de gente que entraba y decía: «un café para mí y dos pagados». Llegados a ese punto, yo quería enterarme de qué era esto del café pagado, por lo que se lo pregunté a la cajera. Ella me dijo que muchas veces uno no tenía dinero para pagarse un café y, en cambio, otros sí lo tenían no sólo para pagarse el suyo propio, sino también para dejar pagado el de un desconocido. Los clientes no sabían a quién podía tocarle, por eso los camareros escribían rayitas sobre los cafés pagados; así, cuando alguien llegaba y preguntaba si había un café pagado, si efectivamente lo había, se le ofrecía gracias a una persona de la que ni siquiera conocía su aspecto. No me digan que no es una de las costumbres más bonitas y solidarias que hay.
Por otra parte, se trata de una ciudad en la que hay una desocupación enorme, aunque lo curioso es que muchos de sus habitantes tienen un oficio que nadie conoce cuál es pero que existe. De hecho, si vas a uno de los barrios más modestos, a la parte que llaman «el barrio de los españoles», a la calle Toledo, y le preguntas a un chico cuál es el oficio de su padre, te responde: «mi padre tira a campar»; es decir, tira a tirar, valga la redundancia, hacia adelante, a lo que salga, en mil trabajos misteriosos. O te responde -no sé si será por culpa de la camorra, a la que tienen mucho miedo-: «mi padre sale de casa por la mañana. No sabemos lo que va a hacer». Bueno, pues yo, como ellos, a mi manera, como periodista, salgo de casa por la mañana para ver lo que pasa en Roma y contarlo en las crónicas después, y sobre todo, para ver qué pasa en el Vaticano, para informarme de qué hará el Papa ese día, de qué programas tiene la Santa Sede, de cuándo hay un viaje de Juan Pablo II, para empezar a prepararlo. Concretamente hoy, he venido a Bilbao para hablar de profecías y de sus profetas, así que volvamos al tema que nos ocupa.
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