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Teníamos una ración de las hechas para los militares, y había marines que normalmente podían comerse hasta tres de estas raciones diariamente. Cada una tenía unas 3.000 calorías, lo que es mucho más de lo que consume cada uno de nosotros a diario. Para mí era suficiente con una, pero en realidad están pensadas para gente que se dedica a hacer el ejercicio físico que supone una guerra. El caso es que nos tocaba desempaquetar estas cosas en desayuno, almuerzo y cena. Venían, como digo, en unos paquetes de plástico que se podían meter a su vez en un paquete de agua y, curiosamente, por arte de magia, empezaban a hervir una vez calentadas al vapor. Teníamos 24 sabores diferentes, 24 menús, digamos, que a mitad de la guerra todos conocíamos. Y lo que era peor: todos sabían iguales. Además, comprenderán ustedes que entre mis gustos no están la mantequilla de cacahuetes y estas otras cosas que comen los americanos. Por cierto que, se lo crean o no, una de las cosas más codiciadas entre los marines durante la primera mitad de la guerra fueron los caramelos que venían en esos paquetes de comida, lo que les puede dar una idea de con qué tipo de gente estábamos tratando. Los marines eran chavales de 19, 20 años, pertenecientes a una sociedad como la americana, mucho más inmadura que la española. Acuérdense, por ejemplo, de que hasta los 21 años no se puede beber alcohol en Estados Unidos, con lo que se daba la paradoja de que muchos de estos chavales ya estaban casados, tenían hijos y estaban en la guerra pero todavía no podían beber alcohol de vuelta a su país. Entonces, esto explica muchas cosas, como el clima en el que nos movíamos, lleno de comportamientos bastante infantiles, de niñerías. Otra cosa fue el nerviosismo que les iba entrando cuando se pusieron detrás de las armas y por primera vez había quien les devolvía el tiro. Por muy profesional que seas, no es lo mismo estar de prácticas, disparando en un campo de tiro, que tener quien te lo devuelva, sin duda alguna. Normalmente, a los marines se les enseña hasta la saciedad las mismas técnicas de reacción, y son las mismas que ellos ponen en práctica cuando llega la situación. Sin embargo, cuando la mente se bloquea ante la sorpresa, lo que funciona es la costumbre, y eso explica también las abundantes atrocidades cometidas por todo Iraq desde que cruzaron la frontera (sobre todo, después de los ataques de las milicias paramilitares). A partir de ahí, esta gente sale temblando de la ciudad, con el dedo flojo en el gatillo, y dispara a cualquier cosa que se mueva. Esto es algo absolutamente asumido por sus mandos, cuya consigna es primero disparar ante la duda y luego preguntar. Lógicamente, esta filosofía provoca que muchos autobuses y vehículos de civiles inocentes, que no llevan armas, se conviertan en muertos por el camino. Claro que también es cierto que los primeros en confundirles son los iraquíes, que conocen estas debilidades de los estadounidenses, creen que pueden ganar la batalla de la opinión pública mundial e intentan que queden muchas víctimas inocentes para poder cargarles el mochuelo a los americanos. Y no les cuesta mucho trabajo: unos cuantos atentados con autobuses llenos de civiles y al día siguiente todos los marines sospechan de los autobuses. Por tal motivo, cuando llegamos a Bagdad y me entero del desgraciado incidente de Couso, yo soy una de los pocos periodistas que mantiene que la teoría de la conspiración no es la que me impacta, sino la de la negligencia. Les vi cometer tantas equivocaciones a lo largo del camino que, en mi opinión, la de Couso fue una más. Supongo que todos ustedes habrán escuchado otras muchas versiones sobre si lo que se quería era acallar a los periodistas que estaban en Bagdad. Es posible. Ninguno sabemos la verdad. Pero a juzgar por mi experiencia yo más bien creo que tuvimos otro soldado con el dedo fácil en el gatillo. Y llegados a este punto, a mí
me gusta hacer hincapié en todos los muertos inocentes.
Evidentemente, la muerte que más me duele es la de Julio
Anguita, pero no podemos olvidar que el día anterior murió
David Bloom, de la NBC, que también era amigo mío,
y que justo un día después murió José
Couso. Por tanto, a los españoles nos duelen nuestros
dos muertos y a la profesión, nuestros 14 muertos; mas
a todos deberían dolernos también los 3.000 civiles
inocentes muertos en esta guerra, una cifra que no se maneja
mucho porque responde a una política del Pentágono.
Al principio del conflicto, el general Tommy Franks pronuncia
una frase tristemente célebre, «we don't count bodies»,
(«no contamos cuerpos»), y ésta será
la frase reiterada cada vez que se le pregunte a un general,
a un comandante o a cualquier otra persona por el número
de víctimas de esta guerra (tengan en cuenta que los americanos
tenían miedo de verse atrapados nuevamente en la polémica
de Vietnam). Y precisamente de esa actitud nacen oenegés
como la que consulté el otro día para poder darles
esta cifra de mortandad. Se llama bodycount.com y su finalidad
es hacer lo que no hace el Pentágono: contar los muertos.
La última vez que la consulté tenían registradas
unas 2.800 víctimas, cifra semejante a la que dejaron
los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Por tanto,
y volviendo a lo que les decía, surge una pregunta obligada:
¿por qué los 3.000 muertos de Nueva York son más
importantes que los 3.000 muertos de Iraq? Opino que deberían
importarnos lo mismo. Lo que sucede es que, desafortunadamente,
la muerte suele ser algo que nos queda muy lejos y que nos importa
muy poco cuando no nos toca a uno de nosotros o de nuestros seres
queridos.
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