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Transcripción de la conferencia del escritor D. Mario
Mendoza el 4 de marzo de 2002 - 4
En cuanto a ese becerro de oro, casi lo llamaría así,
adorado a lo largo de todo el siglo por los escritores y los
literatos españoles, ese maravilloso estilo, ¿qué
hacer con él?, ¿qué hacer con el estilo?
Respecto a este asunto, yo creo que un novelista debería
ser consciente de que el idioma, el lenguaje, para él
es una herramienta. Habrá quien a lo mejor se escandalice
de esto, `bueno, un escritor diciendo que el idioma es una simple
herramienta´; pues lo digo, porque no lo digo como escritor,
lo digo como novelista. Éste es alguien que cuenta historias
con el lenguaje, y para él, lo primero es la historia
y después el lenguaje; decir, además, que el lenguaje
es una herramienta no es despreciarlo.
A mí me admira algo que cada
vez es más difícil: ver a quien desempeña
un oficio manual, a un carpintero o a un herrero, o a un fresador,
qué se yo, y una de las cosas que me admira de observar
a, por ejemplo, un carpintero es el mimo que tiene con sus herramientas;
es difícil encontrar a alguien que cuide más una
cosa que quien utiliza herramientas para un trabajo manual la
manera. Podemos considerar a la palabra una herramienta y sin
embargo cuidarla, pero cuidarla como herramienta; yo creo que
el carpintero nunca te pondrá su serrucho a su trabajo,
sabrá que su serrucho es algo que le sirve para hacer
mejor su trabajo y que no debe maltratarlo, pero también
es consciente de que no debe ponerlo por encima de lo que está
haciendo.
Cuando se plantea uno el problema del
estilo, aparte de estas reflexiones de Marsé que leía
antes, a mí me vienen a la cabeza muchas otras; la verdad
es que hay muchas que merecen la pena, como, por ejemplo, la
de otro escritor español, Ramón Sender, al que
una vez le preguntaron `¿para usted qué es el estilo?,
¿cuál es el mejor estilo que puede tener un narrador?´,
a lo que él respondió de una manera bastante sencilla
y breve, `el mejor estilo para un novelista es el que no se nota´,
y estoy absolutamente de acuerdo. Cuando uno lea una buena novela,
una novela que le engancha de principio a fin, de lo último
que se preocupa es del estilo; cuando uno se fija en el estilo,
algo empieza a fallar en la historia.
Otra cita -sin querer resultar agotador
en esto de los ejemplos- es la de un escritor, en este caso no
español, sino inglés, Robert Graves, un buen narrador
que consiguió que mucha gente leyera y conociera sus historias,
desde Yo, Claudio hasta muchas otras. Él decía
que lo que sabía del estilo lo había aprendido
en el colegio -tan temprano como entonces-; tuvo la suerte de
ir a uno de esos colegios ingleses -la suerte y la desgracia,
porque era uno de esos sitios donde te apaleaban con regularidad,
aunque, por otra parte, de vez en cuando, te enseñaban
algo que merecía la pena- y a él le enseñaron,
le enseñó, de hecho, uno de esos preceptores en
aquel colegio, que para escribir había que hacer, ante
todo, dos cosas: primera, no utilizar adjetivos si se podía
decir lo mismo con un verbo y un sustantivo -es un buen consejo,
hay muchas novelas donde hay demasiados adjetivos; su excesiva
utilización no describe, no califica, sino que ahoga al
lector y al escritor-; segunda, nunca escribas una frase de más,
ante la duda, táchala; por último, los dos consejos
se resumían en uno: nunca olvides, si sigues escribiendo,
que tu mejor amigo es el cesto de los papeles.
Y esto es verdad, el cesto de los papeles
es el lugar a donde va todo aquello que uno escribe en un momento
determinado pero que, cuando puede reflexionar, se da cuenta
de que sobra, de que no sirve para nada; eso, indudablemente,
hay que tirarlo, no hay que hacerle a nadie perder el tiempo
con ello simplemente porque a uno le ha costado trabajo escribirlo;
está bien que uno se quiera, pero uno no debe valorar
su labor hasta el extremo de imponérsela a los demás
cuando no merece la pena. En definitiva, ¿por qué
todo esto?, pues porque vuelvo a algo que he apuntado antes y
que quisiera afirmar con rotundidad: la novela no es un género
para una élite cultural, la novela no es un género
de élites; la novela, desde que la inventó Cervantes,
es un género popular -creo que esa es su grandeza y, probablemente,
también su miseria-, es un género que ha tenido,
a lo largo de los siglos, la capacidad de llegar a muchas personas
de muy diversa condición social, económica, incluso
cultural, de muy diversos países. Una de las cosas que
más envidia le puede producir a uno es la cantidad de
personas, de lugares tan remotos, que conocen las andanzas de
un hidalgo llamado Alonso Quijano; ése es, quizá,
el principal valor de El Quijote, que es una historia
capaz de llegar a muchísimos sitios, incluso a muchísimas
épocas.
Desde mi propia percepción de
la coyuntura narrativa, los novelistas tenemos el deber de seguir
defendiendo la novela como algo que sirve para conocer la realidad,
que sirve para criticarla, para comprenderla un poco mejor, pero
que, al propio tiempo, cumple esa función, no con respecto
a tres o cuatro listillos, no con respecto a tres o cuatro iniciados,
sino con respecto a muchas personas; eso es, posiblemente, lo
que más ennoblece y lo que más valor le da a la
novela como género literario.
Dicho todo esto, yo quisiera bajar
el tono de esta exposición y entrar un poco más,
si quieren, en lo que casi podríamos calificar de cotilleo.
Me gustaría hablar de algunos nombres y me gustaría,
también, hablar de todas esas cosas que, cuando teorizamos
sobre la literatura, nos callamos porque, bueno, tampoco son
tan presentables ¿A qué me refiero?, pues me refiero,
en primer lugar, a la literatura, a la novela, como fenómeno
de mercado, como fenómeno comercial, incluso si quieren
como fenómeno mediático, ahora que está
de moda esa palabra.
De esto no podemos hablar, es de mal
gusto, los escritores escribimos porque sentimos una llamada
cuasi religiosa hacia la literatura, y no nos importa ganar o
perder dinero, no nos importa ser o no ser famosos, eso dirá
casi todo el mundo ¿Cuál es la verdad de todo esto?,
la verdad de todo esto es que, cuando alguien tiene la oportunidad
de entrar en la lista de los libros más vendidos, va por
su barrio enseñándole la lista a todo el mundo
y diciendo `aquí estoy, aquí estoy, cuidado conmigo
que ya estoy entre los más vendidos´, y al final,
la realidad es que muchas veces, como decía... -no recuerdo
ahora quién, pero era un escritor español actual-,
las reuniones de escritores, lejos de convertirse en reuniones
en las que se hable de asuntos elevados, casi siempre acaban
tratando de dinero; es decir, a tí cuánto te han
dado de anticipo, tú cuánto has vendido, a tí
a cuántos idiomas te han traducido. En fin, que, más
allá de la hipocresía, la verdad es que a todo
el mundo le importa la repercusión comercial de lo que
hace.
Creo, además, que hay una parte
legítima en el hecho de que tu libro se venda o no se
venda, porque es una medida de lo que tu libro se lee o no se
lee, y decía antes que todos escribimos para que nos lean.
Hay otras partes que parecen ser menos legítimas, y que
incluso son un poco patéticas; a mi modo de ver, patético
es, por ejemplo, que los españoles se empeñen en
ser personajes famosos. Esto existe, e incluso hay personas que
se dedican a la literatura como manera de alcanzar notoriedad
pública, lo cual me parece una decisión ridícula
cuya naturaleza, además, puedo justificar, para que no
se me tilde de desconsiderado, con algunas experiencias propias
que han sido muy aleccionadoras. Una de éstas se produce
todos los años en la feria del libro, una ceremonia que
se celebra en varios sitios aunque su dimensión más
importante es en Madrid, adonde van cientos de miles de personas
y adonde vamos todos los escritores, a ponernos en casetas, a
que alguien, presuntamente, venga a pedirnos que le firmemos
un ejemplar.
Bueno, lo primero que tiene de gracioso
la feria del libro es que -no sé si conocen bien Madrid,
ni si lo conocen de hace mucho tiempo o de hace poco-, en el
mismo lugar donde ahora se celebra, antaño, estaba el
zoo; el zoo era la casa de fieras, como se decía entonces,
antes de que lo trasladaran a la casa de campo. Allí estaban
los monos, los leones, los tigres, las cebras, metidos en una
especie de cajones, cajones en los que, como ya se imaginarán,
había ese letrero de ´por favor, no echen comida
a los animalesª. Cuando uno está en la feria del
libro, en ese mismo lugar, metido en otro cajón, viendo
cómo la gente pasa por delante y le mira o no le mira
-eso depende del interés que cada uno tenga-, a veces,
por lo menos quien les habla, se piensa que lo único que
falta aquí es un `por favor, no les echen comida a los
escritores´, porque es exactamente lo mismo. Ahí
estamos para que nos vean, además de que se oyen estas
cosas curiosas del tipo `qué barbaridad, qué cola
más enorme tiene Antonio Gala´, con lo que tú
procuras pensar `bueno, es que, ya se sabe, puede tener 3.000
personas para que le firmen el libro, pero no son de gran calidad´,
o `bueno, pues esta vez he conseguido firmar treinta´,
o `he conseguido firmar cuarenta´, o, ya preocupado, `no
viene nadie´.
Yo he visto autores que se levantaban
irritadísimos de la feria del libro porque no venía
nadie a pedirles una firma; daban por sentado que alguien debía
ir para adorarlos o admirarlos, o no sé muy bien para
qué, o daban por sentado que les debía suceder
como a Gala, de cuyos más fieles admiradores me han contado
-no lo he visto, pero me lo ha dicho una persona creíble-
que llegan, incluso, a pedirle que bendiga a niños; creo
que le han llegado a pedir `por favor, Don Antonio, ponga sus
manos sobre las del chiquillo para que el día de mañana
tenga un próspero porvenir´. Por mi parte, la verdad
es que he vivido dicha feria como animal encerrado en el cajón,
deseando que no le echen comida, aunque también debo decir
que es ya tópico que los escritores se quejen de la feria
del libro, y que la razón por la que lo sigo haciendo
es que no me vienen miles de personas, como en el caso anterior,
si bien es cierto que, en las últimas ediciones, sí
suelen venir diez, quince, veinte, veinticinco personas que han
leído lo que has escrito, incluso diez, quince, veinticinco
personas de las que a lo mejor diez o doce han leído muchos
o todos los libros que has escrito, y creo que es un privilegio,
de vez en cuando, tener la oportunidad de conocer a esas personas.
Por eso, como digo, seguiré
yendo, aunque a veces, lo confieso, me siento sometido a una
especie de pequeña humillación que es buena para
la vanidad, me parece terapéutica, a la que todos los
escritores deberían someterse. Tuve una de estas terapias
de choque, y lo cuento en plan de anécdota, en la pasada
edición del día del libro en Barcelona ; me tocaron
diversos papelones que representar, pero el peor de todos se
produjo en El Corte Inglés de la Plaza de Cataluña.
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