D. MARIO MENDOZA
Escritor. Premio Biblioteca
Breve 2002
Bilbao, 4 de Marzo de
2002
La última novela que he escrito
y sobre la que haré alguna referencia muy general lleva
como epígrafe una frase sumamente inquietante y extraña
sacada del Evangelio de Marcos, capítulo 5, versículo
9, episodio bíblico en el que, como ustedes recordarán,
Jesús se tropieza con un poseso a la salida de un cementerio
y le pregunta: «¿Quién eres tú, espíritu
inmundo, que está aquí dentro? ¿Quién
habita este cuerpo? Dime tu nombre», a lo que Satanás
responde aquello de: «Yo soy Legión, porque somos
muchos». Pues bien, esta peculiar sentencia se ha interpretado
de múltiples maneras. Yo soy muchos, yo soy varios, yo
soy múltiple, cuadrilla, tropa, pelotón. Belcebú
como una manada, como el cardumen, como el Señor de las
moscas, porque cualquier tipo de animal siempre va acompañado,
nunca está solo. Entonces, se trata de lo bestial, de
nuestro origen quizá más primitivo. Ése
es el epígrafe del que nace la novela y a propósito
del cual quisiera hablarles refiriéndome al fenómeno
de la multiplicidad.
Obviamente, es una vieja discusión filosófica,
mas parece que la idea de una sola identidad se origina para
facilitar el asentamiento de las estructuras de poder; es decir,
tanto el Estado como la Iglesia han necesitado de la identidad
para poder juzgar. Saben ustedes perfectamente que un individuo
que llega a un juicio no puede ser juzgado si tiene doble o triple
personalidad, por ejemplo, ya que nadie puede llegar al estrado
y decir: «Yo soy siete». ¿Cómo lo haría,
entonces, el juez? ¿Condenaría a tres y liberaría
a cinco? Y lo mismo ocurriría el día del Juicio
Final: ¿cuáles de todas las posibles identidades
de un solo individuo irían al infierno o al paraíso?
Queda claro, por tanto, que tanto la religión como el
propio hombre han ido creando la necesidad de una sola identidad.
De hecho, un tipo con una presumible doble personalidad nunca
va a la cárcel habida cuenta de que el Estado no tiene
jurisdicción sobre él; en todo caso, recibirá
tratamiento psiquiátrico durante un tiempo, hasta que
le restituyan su identidad, y sólo a partir de ahí
se podrá llevar a cabo el correspondiente juicio.
Así que, teniendo en mente esta realidad, quiero presentarles,
a la luz de las vidas de algunos pintores, escritores y demás,
experiencias de multiplicidad; experiencias en las que esa frase
de Satanás que les enunciaba al principio se cumple, en
las que, en efecto, podemos comprobar que somos muchos, un cúmulo
de fuerzas -buenas y malas; hay de todo- que pugnan constantemente
en nosotros por salir a flote. El primer ejemplo que me llega
de inmediato a la memoria es el del poeta Jean Arthur Rimbaud,
del siglo XIX, quien dijo algo que originó toda una discusión
literaria durante el movimiento Surrealista: «Yo es otro»
(frase que, por cierto, se suele citar mal cuando se enuncia
«Yo soy otro», ya que, en francés, no es Je
suis un autre, sino Je est un autre; el verbo está
conjugado en la tercera persona del singular). Dicha afirmación
se hace comprensible en labios de este poeta a la luz de una
carta que él escribe en 1871 a un viejo profesor suyo
y en la que expresa que «ha llegado el momento de desordenar
los sentidos». «Digo que es necesario ser vidente,
hacerse vidente -prosigue-. El poeta se hace vidente por un largo,
inmenso y razonado desajuste de todos los sentidos, de todas
las formas de amor, de sufrimiento, de demencia. Busca y agota
en él todos los venenos para sólo guardar sus quintas
esencias. Inefable tortura en la que necesita toda la fe, toda
la fuerza sobrehumana; en la que le viene entre todos el gran
enfermo, el gran criminal y el gran maldito, y también
el supremo sabio porque llega a lo desconocido». Entonces,
yo es otro a la luz del desajuste de los sentidos, y lo
curioso de esta frase es que Rimbaud entiende, entonces, la experiencia
de la multiplicidad a partir del cuerpo. Efectivamente, es en
el cuerpo donde se origina una catástrofe que nos saca
de nosotros mismos, y hay un concepto, éxtasis, vocablo
procedente del griego, que se usa para significar "el
que no está", "el ausente", "el que
se ha ido", "el que está en trance", "el
que está fuera de"; es decir, para hacer referencia
precisamente a esa experiencia de los sentidos que nos expulsa
de nuestro propio cuerpo.
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