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AULA DE CULTURA VIRTUAL

APRENDER A VIVIR
Dr. D. José Antonio Marina
Catedrático de Bachillerato

Bilbao, 9 de mayo de 2005

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Una vez asentada la idea de que podemos enseñar a vivir a los niños y de que esto tiene que ver con la felicidad, es oportuno precisar qué es esa felicidad de la que hablo. Entiendo por felicidad la armoniosa satisfacción de las dos grandes necesidades que tenemos: el bienestar (pasarlo bien, disfrutar, tener seguridad o haber cubierto aspectos económicos) y el sentirnos importantes y reconocidos (por ser responsables de algún cambio bueno en el mundo, aunque éste sea pequeño). Crear es lograr que algo valioso –que no existía– exista: un hijo, un geranio, un libro, una empresa, etc. ¿Por qué la gente tiene hijos? No creo que sea por comodidad. Los únicos sitios donde todavía los hijos aumentan la comodidad son las zonas campesinas de Filipinas, en las que los hijos representan una ayuda para el campo.

Por tanto, tenemos la necesidad de una vida noble, grande, creadora. Sin embargo, si no sabemos coordinar ambas necesidades, no somos felices, y eso nos lo enseña el niño. La única necesidad que tiene el niño cuando nace es estar caliente, alimentado, acariciado…; ahora bien, a los dos años, esto ya no le vale, y quiere sentirse un "caballerete", un "protagonista" (por ejemplo, se suelta de la mano). Y un poquito después comienza a pronunciar la frase más maravillosa y conmovedora para mí, probablemente la frase que más revela acerca de nuestra naturaleza y que nos gustaría seguir diciendo hasta el final de nuestros días (aunque muchas veces no podemos por vergüenza). El niño exclama: "¡Mamá, mira lo que hago!". El niño se siente progresar y quiere que alguien significativo le mire y diga: "¡Pero qué bien lo has hecho, hijo!".

De este modo, es fácil deducir que hay que educar al niño para dos cosas: para que lleve una vida de bienestar y para que lleve una vida noble. Cuando le estamos dando un ambiente mezquino, hacemos un flaco favor al niño porque lo imposibilitamos para muchas cosas, incluso para construir una familia. En efecto, la familia actual (y la que va a ser) no pertenece a aquel estado primitivo según el cual lo que se producía era fundamentalmente un bien económico; efectivamente, en sociedades económicamente muy deprimidas, la familia es la única posibilidad de sobrevivir. El gran antropólogo francés Lévi-Strauss contaba que, la primera vez que fue a una expedición al fondo del Amazonas, se encontró en un poblado a un tipo que vivía en una choza aislada, que no iba a cazar y que estaba demacrado; preguntó qué enfermedad sufría, pero los otros, riéndose mucho, le dijeron: "No, no está enfermo: está soltero".

El problema surge cuando queremos que la familia sea la perfección de nuestro mundo afectivo. Tanto es así que, en las naciones económicamente más altas –como, por ejemplo, en Escandinavia–, el 50% de los niños está naciendo de mujeres voluntariamente solas (es decir, sí a los hijos, pero no al marido), gracias, además, a las muchas ayudas estatales que reciben. Esto no me parece una buena solución, sino un simple parche: considero que la verdadera solución pasa por conseguir formar una juventud con un entramado afectivo que esté en buenas condiciones de recuperar la satisfacción y la plenitud de la convivencia.

Por esta razón, después de aprender a vivir, tenemos que enseñar a convivir, que tiene que ser la parte más definitiva de todo nuestro sistema de enseñanza. Hay que enseñar a convivir en los tres niveles en los que se despliega la convivencia. En primer lugar, debemos enseñar a los niños –y, sobre todo, a los adolescentes– a convivir con ellos mismos. Convivir con uno mismo es más complicado de lo que parece. Por ejemplo, hay un trastorno que afecta al 2% de la población: la obsesión por un defecto físico que no es real. No me puedo explicar por qué una persona se preocupa por la calvicie; sin embargo, este hecho, y en general el trastorno disfórmico corporal, amarga la vida de muchísimas personas, hasta el punto de que hace imposible convivir con ellos mismos. Son actitudes destructivas que, además, tienen un aspecto todavía más grave: condenan a la soledad, porque nadie se atreve a hablar de ese asunto con nadie, al parecer que eso es todavía más vergonzoso.



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