<<<ANTERIOR / SIIGUIENTE>>>
Ahora bien, ¿se puede realmente aprender a vivir? ¿Quién lo debe hacer? ¿Cuándo lo debe hacer? ¿Cómo lo debe hacer? Puntualizaré que, cuando digo "aprender a vivir", no me refiero a ese proceso espontáneo que empieza con la fecundación y después continúa. Yo me refiero a vivir bien. Vivir bien es lo que merece ser cuidadosamente estudiado, y significa fundamentalmente tres cosas: que los niños sean sanos, que los niños tengan recursos suficientes para ser felices y que los niños tengan recursos suficientes para ser buenas personas.
Empezamos a saber que eso se puede conseguir y, además, cómo se debe hacer. Por ejemplo, tenemos que empezar a explicar ahora que lo sabemos mucho mejor y a pesar de que en los libros de pedagogía no se le haya dado la suficiente importancia que los niños no nacen iguales, que ni siquiera los padres quieren igual a sus hijos. Por ejemplo, acaba de publicarse en una serie de una revista americana un estudio donde se demuestra que los padres quieren más a los niños guapos que a los niños feos. Aunque esta conclusión es triste hasta la desesperación, es ahí donde la educación tiene que intentar evitar la mala suerte a la que más arriba me he referido.
Asimismo, sabemos que hay niños fáciles y niños difíciles; hay niños conflictivos que someten la relación familiar a tales tensiones (nadie ignora la cantidad de problemas que aparecen en las parejas cuando llega el primer niño), que tenemos que preparar a todos para eso. Durante los dos primeros años, los padres van a tener una tarea muy específica y educativa: tienen que aceptar y conocer el temperamento del niño y procurar ver cómo lo amoldan para que tenga una buena interacción con la realidad. Por ejemplo, hay niños que nacen con una estupenda capacidad para percibir todo lo agradable que tienen alrededor, mientras que otros lo hacen, por el contrario, con una gran capacidad para percibir todo lo amenazador. Son niños a los que les cuesta mucho vivir, niños muy irritables que están siempre en la cuerda floja, que tan pronto están riéndose por una cosa como, al instante, en cuanto nos pasamos de rosca, se echan a llorar, porque todo les desborda.
Igualmente, hay que explicar a los padres que los niños no entienden lo que dicen, pero que desde aproximadamente cuatro días después del nacimiento perciben y comprenden el tono de lo que se dice. Por consiguiente, el niño que ha nacido con un cerebro a medio hacer y que está construyendo la propia arquitectura neuronal de acuerdo con la experiencia que posee es una especie de pequeña esponja que continuamente está absorbiendo.
Lo que digo no significa que tengamos que hacernos psicólogos antes que padres, sino que, mientras que éstos saben lo suficiente de higiene y de dietética, es preciso que aprendan también sobre lo que le está pasando a su hijo. Tienen que saber que el niño construye su voluntad aproximadamente hasta los cinco, seis o siete años, en una serie de etapas que conviene vigilar y fomentar.
Así, por ejemplo, sabemos que el paso de llevar al niño a la guardería no tiene por qué resultarle perjudicial. A veces las familias son muy patógenas. Por tanto, ¿conviene que el niño tenga padre y tenga madre? Dependerá del padre y de la madre. Es posible que, en algunos casos, esté mejor solo. Naturalmente, en el mundo ideal la primera opción sería lo preferible, pero estamos en condiciones de saber que el niño debe tener a su disposición una serie de recursos; si acusa un déficit de esos recursos totales, el niño lo pasará mal.
Ahora bien, afortunadamente, esos recursos se pueden compensar los unos con los otros, de manera que, a lo mejor, el niño que ha nacido en una familia mal avenida puede tener unos abuelos bien avenidos, ser matriculado en una buena guardería o estar al cargo de una buena cuidadora. El asunto es que, por fortuna, es la suma total de los recursos que ofrecemos al niño lo que va a determinar el avance.