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Creo que la educación tal como yo la entiendo desempeña tres funciones principales. La primera es reducir la influencia de la suerte. Lo que intentamos con la educación y, sobre todo, con el derecho a la educación es procurar de alguna manera compensar las desigualdades (sociales, físicas, de salud, etc.) que la fortuna introduce en los seres humanos. La segunda función de la educación consiste en ayudar a la felicidad individual. La educación tiene por objetivo la felicidad; hay que tener en cuenta que la cultura, el trabajo, etc. valdrán en la medida en la que sirvan para la felicidad. Finalmente, la educación persigue facilitar la felicidad colectiva conocida también como "justicia" de las sociedades.
El único recurso que tenemos para la educación es desarrollar la inteligencia de nuestros niños. Ahora bien, ¿a qué me refiero cuando hablo de inteligencia? Una tradición muy brillante, pero fragmentaria, nos ha metido en un callejón sin salida, incluida la familia. Hemos dicho y todavía se sigue diciendo en las universidades que la función principal de la inteligencia es conocer, y que su culminación es la ciencia. Con ello, lo que queremos es que nuestros niños sean unos científicos sietemesinos, excluyendo de la inteligencia todo el campo de los sentimientos. De este modo, los sentimientos son una cosa que nos zarandea, que nos perturba y que, sobre todo, no se puede educar.
Sin embargo, creo firmemente que los sentimientos se pueden educar. Es evidente que las culturas se diferencian por el tipo de sentimientos que promueven: hay culturas pacíficas y culturas belicosas, culturas de la cooperación y culturas de la convivencia, culturas de las relaciones humanas y culturas de la individualidad feroz que es, por ejemplo, la que estamos promoviendo. Es muy difícil insistir durante todo un proceso educativo y social en el prestigio de la autonomía de la persona para luego decir: "Ahora, únete con otra autonomía". Cuando hemos estado cargando las tintas en la autosuficiencia personal ("Soy autosuficiente, no necesito a nadie; nada más que esporádicamente, para los fines de semana"), el resultado es ese tipo de relación de hoy día que en Estados Unidos se llama living apart together ("Vivir juntos, pero separados").
Asimismo, la inteligencia no sólo no debe temer a los sentimientos, sino que, además, ha de estar a su servicio. La razón es muy sencilla. Todo lo que hacemos tiene que ver en algún sentido con los sentimientos. O bien queremos mantener un estado de ánimo, o bien deseamos cambiarlo (si es malo). Eso es lo que pretendemos cuando estudiamos, nos casamos o tenemos un hijo. Eso es lo que está configurando, determinando, impulsando y modulando nuestra manera de vivir. No se actúa por razonamientos, sino por deseos; lo que después hace el razonamiento es intentar justificar el deseo, controlarlo o conseguirlo.
De esta manera, la inteligencia está al servicio de los sentimientos. En este sentido, solemos hablar mucho de valores sin precisar exactamente a qué nos estamos refiriendo. Los valores son aquellas cualidades que tienen las cosas, las personas, las situaciones o los comportamientos que los hacen agradables o desagradables, buenos o malos, bonitos o feos, interesantes o aburridos, y que se perciben siempre a través de sentimientos. Por lo tanto, la gran educación tiene que ser una educación sentimental, porque ésa es la única que puede ser una educación para la vida.
No tiene ni pies ni cabeza decir que es una demostración más seria de la inteligencia resolver ecuaciones diferenciales que mantener unas relaciones de pareja satisfactorias, organizar una familia feliz o construir una sociedad justa. Por eso necesitamos reformular la inteligencia, para después desarrollarla en los niños, porque una de las funciones que tendrá es que conseguirá que sean más felices y sepan convivir mejor.